Comentario de Mons. Francisco González, SF
Entramos en la vigésima sexta semana del Tiempo Ordinario. Como en el domingo anterior, la primera lectura está tomada del profeta Amós, quien era pastor y cultivador de higos (Am. 7, 14), que no es miembro del clan oficial de profetas, pero que siente la urgencia de Dios en hablar del pecado de Israel, principalmente el de la injusticia y que lo ve tan grave y serio, que piensa que ya no hay otra solución y que el castigo viene sin demora. El profeta habla sus oráculos contra varias naciones y de repente irrumpe contra Israel (Am. 2, 6s), porque israelitas fuertes y poderosos oprimen y explotan a israelitas pobres e indefensos.
La liturgia de hoy nos presenta parte del capítulo VI donde les echa en cara, primero y en detalle, el lujo en que viven y como consecuencia, en segundo lugar su falsa seguridad y despreocupación por los pobres. Concluye la lectura con el anuncio del castigo que les espera.
El evangelio (Lc. 16, 19-31) sigue la misma trayectoria: una parábola donde nos presenta a un rico, “que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día”. A su puerta venía cada un día un mendigo a la hora del banquete y simplemente esperaba “alimentarse de los desperdicios, de lo que tiraban de la mesa”, pero ni eso le daban.
Jesús presenta esta parábola hace más 2000 años y los oráculos de Amós son de casi ocho siglos antes de Cristo. Si hoy vinieran de nuevo entre nosotros, ¿tendrían que prepararse una homilía o discurso diferente, o por el contrario, podrían repetir el mismo?
En la segunda lectura (1 Tm. 6, 11-16) Pablo aconseja a Timoteo a llevar una vida de acuerdo con la promesa que hizo y entre las virtudes que le recuerda, la primera de todas está la justicia. Sin la práctica de dicha virtud es muy difícil que el hombre pueda vivir como el ser humano tiene derecho a vivir. Muchos líderes mundiales que luchan por la paz han afirmado repetidamente que no se puede alcanzar una paz segura si no hay justicia.
Cuando leemos, releemos y volvemos a leer el evangelio podemos encontrar en Jesús como ciertas contradicciones. Habla de los peligros de la riqueza, pero come con los ricos, se hospeda en sus casas. ¿Qué nos quiere decir? Tal vez al Señor no le importa tanto la riqueza o pobreza en sí mismas, sino si los ricos y pobres, pobres y ricos se hablan, si dialogan, si se entienden, si se recuerdan y preocupan unos de otros, si han construido puentes o han ahondado el abismo que los puede separar, si han promovido la solidaridad o proclamado el odio.
Es imposible no ver la desigualdad entre países ricos y pobres. Ciertamente, la abundancia de consumo no es un delito, pero es vergonzoso que los pobres no puedan consumir para satisfacer ni siquiera sus necesidades básicas.
En Estados Unidos una artista de Hollywood se gasta en cosméticos lo que se pagaría por mes más de ocho mil dólares y un promedio de 141 mil por año. Los equipos europeos gastan 2.100 millones de euros en fichajes.
Un informe de la UNESCO, del 2010, hablaba de una generación perdida por falta de educación, recordando que a pesar de los avances de los años anteriores, aún en el mundo hay unos 72 millones de niños sin escolarizar y sí se mantenía esa tendencia, en el año 2015 todavía existirían 56 millones de niños que no podrían acceder a la educación. No estamos invirtiendo lo suficiente en la educación, algo tan importante que nos haría crecer.
Hermano, le dice Pablo a Timoteo, (2a lectura) “practica la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado…”
Si Amós y/o Jesús fueran los predicadores de nuestra misa del domingo ¿podrían cambiar algo de lo que dijeron hace ya 20 y 28 siglos o se verían forzados a repetir lo mismo?
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