lunes, 15 de agosto de 2022

El problema cipriánico



El llamado problema cipriánico se puede resumir en estos términos: después de la persecución de Decio, en los años que siguieron al 251, la iglesia de Cartago llegó a adquirir un extraordinario prestigio. Cada año Cipriano convocaba un sínodo en su sede residencial y su influencia sobre otros obispos se notaba cada vez más. Esta preponderancia manifiesta llevó al obispo de Cartago a tener algunos conflictos con el Papa. 

Controversia entre el papa Esteban y el obispo Cipriano

Cipriano tuvo ya algún roce con el papa Cornelio en ocasión de su elección a la Sede de Roma, sin embargo, el verdadero el problema llegó con el papa Esteban —año 254-257—. Las relación entre ambos se enturbia con el episodio de los obispos españoles Basílides de Astorga y Marcial de Mérida. Estos dos obispos, depuestos como libeláticos, apelaron a Roma y el papa Esteban, creyendo en su inocencia, ordenó que fueran restablecidos en sus diócesis, cuando ya éstas habían sido ocupadas por los nuevos obispos Félix y Sabino. Las comunidades españolas, no satisfechas de la solución de Esteban, recurrieron a san Cipriano, que gozaba en la Iglesia de gran autoridad. Éste reunió un sínodo en Cartago, que confirmó la deposición de Basílides y Marcial, oponiéndose al Papa.

No sabemos hasta qué punto este hecho influyó en la desunión de Cipriano y papa Esteban. La controversia entre ambos consiste en si había que rebautizar o no a los herejes que se convertían.  

El obispo Cipriano defendía que era inválido el bautismo conferido fuera de la Iglesia católica y, por lo tanto, los conversos debían ser rebautizados. Para decidir este asunto Cipriano celebró en Cartago diversos sínodos, al último de los cuales asistieron 87 obispos. Los Padres conciliares proclamaron repetidas veces el principio defendido por Cipriano, aprobando la práctica que se seguía en Africa y enviando emisarios a Roma para dar cuenta al papa Esteban de las decisiones sinodales. Pero el Papa estaba por la sentencia contraria, que es la que hoy se defiende en la Iglesia, dado que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del ministro, y por lo tanto el bautismo, como todo sacramento, produce su efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo confiere.

El papa Esteban acogió mal a los emisarios de Cipriano y mandó decir a éste que siguiese la tradición romana, prohibiendo la repetición del bautismo administrado por los herejes y amenazando con romper la comunión eclesiástica con Cartago. Cipriano, en contra de la decisión del Papa, siguió defendiendo y practicando su doctrina. El resultado fue que quedó interrumpida la comunicación entre Roma y Cartago. 

Parece bastante claro que Cipriano quedó en situación de cismático. ¿Lo fue? Tal vez —anota el padre Hertling, profesor de historia eclesiástica en la universidad Gregoriana—, Cipriano no consideraba como definitiva la difícil situación que se había creado con la decisión del papa Esteban. Dado el fogoso e irreductible carácter del obispo cartaginés, no sabemos qué sesgo hubiesen tomado las cosas si la Providencia no hubiera intervenido zanjando la cuestión: por fortuna para Cipriano —dice el padre Hertling—, el papa Esteban murió —año 257— y el sucesor de éste, Sixto II, de carácter conciliador, entabló de nuevo la comunión con el obispo Cipriano y la iglesia cartaginense. Poco después el Cipriano se encontró con la palma del martirio.

Cipriano tenía una personalidad arrolladora. Resultó un gran pastor de almas, generoso y lleno de celo, hasta el punto de querer mostrar a todos el camino de la salud eterna. Sus afanes apostólicos eran tan grandes que no podían contenerse en los límites de su cristiandad cartaginense, ni siquiera en las fronteras africanas. Manejó la pluma con la destreza de un san Pablo, y con su palabra escrita predicó en todas las iglesias de su tiempo. 

Defensor del primado romano

Fue un gran maestro, un intelectual, un Padre de la Iglesia y su fe fue tan profunda, tan viva y tan sólida, que por querer ser consecuente con sus ideas lo fue hasta el extremo —y aquí está el lado desfavorable de su personalidad episcopal y apostólica— de poner en peligro su comunión con Roma. Sin embargo, no se puede negar que, pese a los errores, defendió como el que más el amor al primado del apóstol Pedro y sus sucesores. Por eso, los teólogos le consideran como uno de los principales doctores antiguos que hay que citar en defensa del primado romano.

“No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Hemos de temer más las insidias contra la unidad de la Iglesia que la misma persecución. La Iglesia permaneciendo unida se extiende hasta abrazar la multitud de los hombres, como una única luz de muchos rayos, un único árbol de innumerables ramas, una única fuente con multitud de chorros. Atenta contra la unidad quien no guarda la concordia. La Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para gobernarla. El episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus sucesores. Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad sacerdotal”, De Catholicae Ecclesiae unitate.


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