lunes, 1 de agosto de 2022

Domingo de la 31 Semana del Tiempo Ordinario, Año B, por Mons. Francisco González SF

por Mons. Francisco González, S.F.

En momentos en que todo el mundo dice querer ser libre, todo lo que huele a ley no es bien recibido. Vivimos en el país de los derechos. Se habla mucho de lo que es mío, de lo que yo puedo hacer, de lo que tú me tienes que dar. Vamos construyendo ese ídolo que soy yo. En este proceso, toda ley que viene de otro, la tomo como si quisieran arrebatarme mi libertad personal, que cuando la llamamos por su nombre, lo que temo me impidan hacer lo que me dé la gana.

En la primera lectura de esta liturgia dominical se nos habla de la Ley, de los mandamientos que Dios ha dado a su pueblo. Moisés, habla al pueblo sobre la necesidad de cumplir con la voluntad de Dios y de esa forma permanecerán en su amistad, la Alianza con Dios florecerá.

¿Qué sería de nuestra sociedad si no hubiera leyes? Nosotros como comunidad de fe tenemos unas leyes o mandamientos que nos vienen del Antiguo Testamento y del Nuevo. Moisés al recordar a su pueblo la importancia de la Ley de Dios, añade que al cumplirla serán dichosos. Sinónimos de dichoso son encantado, satisfecho contento, feliz.

Así pues el cumplimiento de la Ley de Dios nos va a proporcionar estados de ánimo que verdaderamente dan sentido a nuestra vida.

En esta misma línea encontramos la enseñanza de Jesús en la lectura evangélica de este XXXI domingo del tiempo ordinario de este fin de semana. Es verdad que tenemos una Ley y esta Ley contiene una variedad de mandamientos. No todos tienen el mismo valor o importancia, entre otras razones porque algunos de ellos provienen de los hombres, quienes en ocasiones los han querido equiparar a la Ley de Dios, incluso sobrepasarla.

Un experto de la Ley le pregunta a Jesús: ¿Cuál es el mandamiento principal? Jesús le responde citando la primera lectura “Escucha, Israel, el Señor nuestro es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas”.

Seguro que el letrado quedó satisfecho con la respuesta, lo que tal vez no se esperaba es que Jesús continuó. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, algo que también sabía muy bien el interlocutor. La puntilla estuvo en que Jesús concluyo afirmando: “No hay otro mandamiento mayor que éstos”.

Al escuchar todo lo que Jesús decía, el escriba replicó: "Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.”

Es Jesús quien une, por decirlo así, los dos mandamientos, amor a Dios y amor al prójimo, los hace inseparables, hasta el punto que San Juan llega a asegurar que quien afirma cumplir uno sólo de los dos, es un mentiroso.

Nuestro verdadero amor a Dios y al prójimo nos ayuda a salir del legalismo. El quedarnos simplemente con la letra de la ley sin buscar su espíritu es condenarnos a una esterilidad paralizante.

¿En qué medida debemos amar? Tal vez nos podría servir de guía lo que la beata Teresa de Calcuta decía en referencia al dar: “Da hasta que duela”. El amor sin sacrificio no es verdadero amor y así lo confirma Cristo, quien en otro pasaje les recuerda a los discípulos “amarse unos a los otros como él nos ha amado”, dándose completamente por el bien nuestro, incluyo entregándose la propia vida.

En este Año de la fe que hemos iniciado, hagamos un examen conciencia para anunciar, y pronto, un esfuerzo general para volver lo antes posible a la sencillez del evangelio, reponiendo a Dios como el centro de nuestras vidas, quitando del mismo todas esas cosas, actitudes, deseos de gloria y triunfalismo, costumbres, tradiciones que nos empobrecen y amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos...

¿Actuamos como hijos de Dios? ¿Vivimos con los demás como hermanos y hermanas?

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