Lo primero que hay que dejar claro es que la Iglesia Católica es jerárquica; no puede no serlo porque así salió de las manos de su Maestro y Señor, Jesucristo. Así la quiso Él, y así ha pervivido durante más de 2000 años ya: que no está nada mal. Está en la entraña de su ser. Como está en la entraña del ser de la persona humana, por ejemplo, su capacidad de conocer y de amar.
Jesucristo fundó su Iglesia sobre los Apóstoles y sus sucesores: el Papa y los obispos. Y a ellos se suman los sacerdotes, formando el presbiterio que ayuda en todo a sus respectivos pastores. Y esto, a pesar de los pesares: a pesar de los vaivenes de la historia -interna y externa a Ella misma-, los ataques perpetrados contra Ella desde todos los ángulos -también desde dentro-, más los pecados de todos los que somos la Iglesia Católica, generación tras generación y que no han conseguido doblegarla: ahí está.
Y está como toda obra en la tierra, con sus luces y sus sombras: los claroscuros de toda tarea que, aún naciendo de Dios mismo, aún asistida por el Espíritu Santo, y aún no faltándole nunca la verdad de la Presencia Real del mismo Cristo en su seno -la Misa y el Sagrario-, está hecha por hombres. Y hombres pecadores: lo somos todos.
La Iglesia, por tanto, está en manos de Dios. Y, a la vez y por institución divina, está también en nuestras manos, en las de todos: desde su misma Cabeza en la tierra, el Papa, hasta el último bautizado con uso de razón.
Lógicamente, el peso -y la responsabilidad- que recae sobre todos los miembros de la Iglesia no es la misma hijo a hijo. No tienen la misma responsabilidad un sacerdote que un laico, un obispo que una monja, el Papa o cualquier otro hijo de la Iglesia Católica. Ni siquiera dos hijos de la Iglesia con el mismo estatus “jurídico": dos laicos, o dos religiosos. Lógica y evidentemente.
Por eso, cada uno ha de tener muy claro su papel, el “peso” -mi yugo es suave y mi carga ligera, nos dirá Jesús, y hemos de creernoslo- y la “responsabilidad” -el celo de tu casa me consume- que el Señor deposita en el alma y el corazón de cada uno.
A este respecto es muy llamativo -e ilustrativo- lo que nos escribió el papa Benedicto XVI, en el año 2000, refiriéndose precisamente a su “oficio” en la Iglesia:
“El papa no es un monarca absoluto (desde Gregorio Magno se llama el ’siervo de los siervos de Dios’), sino que debería -suelo decirlo así- ser la garantía de la obediencia, de que la Iglesia no haga lo que quiera. Ni siquiera el propio pontífice puede decir: ‘¡La Iglesia soy yo!, o ¡yo soy la tradición!’; sino que, por el contrario, está obligado a obedecer y encarna ese compromiso de la Iglesia".
Y añadía a renglón seguido para aviso de navegantes a todos los niveles: “Si en la Iglesia surgen las tentaciones de hacer las cosas de manera diferente y más cómoda, él [se refiere en primer lugar al Sumo Pontífice; pero con el mismo Papa, a todos, desde cardenales para abajo hasta el último sacerdote recién Ordenado] tiene que preguntarse: ¿podemos hacerlo?".
Esta es la pregunta que, da la impresión por declaraciones y por acciones de aquí y de allá, no todos los miembros de la Jeraquía -cada uno en y desde su sitio- se hacen, nos hacemos. Porque el desbarajuste no es que esté más que servido, es que está al orden del día.
¿Cuál es la forma y el ámbito del ejercicio del ministerio jerárquico en la Iglesia Católica? No he encontrado otra fórmula que la que le da el mismo Jesucristo a Pedro, momentos antes de su partida. Por otro lado es una de las escenas de la vida del Señor -si no la primera- más conmovedoras de todas las que nos relatan los Evangelios.
Se dirige Jesús a Pedro, al que ha cogido aparte, y le dice: -¿Pedro, me amas? Por tres veces le insistirá el Señor, la última incluso con una connotación especial y específica: -¿Me amas más que estos? Y no estaba dejando en mal lugar a nadie, que conste.
Y ante las respuestas afirmativas de Pedro -"su Roca", sobre la que edifica su Iglesia hasta el fin del mundo- le apremiará: -Apacienta mis corderos. Apacienta mis ovejas.
Para un miembro de la Jerarquía Católica - para ser “buen Pastor", a imitación de Cristo- lo primero ha de ser su trato de amistad, su cariño a Jesús. Es decir, su intimidad personal con Él, sin lo que no se puede servir a Él ni a las almas. A nadie. Desde el Papa hasta el último sacerdote, cada uno debe responder, cara a cara, a Su anhelante: ¿me amas?
Y solo después, y a la vez, pero con esta ineludible e inexcusable premisa, podrá hacerse cargo del mandato divino: Apacienta mis corderos. Apacienta mis ovejas. Y nunca “antes". O “en lugar de".
Aquí es donde viene a cuento la esencial y clarificadora pregunta que hacía Benedicto XVI: “¿Podemos hacerlo?"; o dicho de otra manera: “¿Debemos hacerlo?” Porque ¿qué “autoridad” puede aducir un miembro de la Jerarquía para autorizarse -o autorizar- a hacer algo que “ni podemos ni debemos” hacer? Ni siquiera razones supuestamente “pastorales", que serían más falsas que Judas al pretender pasar -pisotear- por encima de lo que Cristo mismo nos dejó dicho y hecho; es decir, establecido.
Precisamente, es en la oración personal, y delante del Sagrario siempre que se pueda, donde daremos curso a la cuestión de que se trate. Y lo haremos en diálogo con Jesús -hablar con Dios: oración personal- que es precisamente lo que hace que nuestro “hablar” con Él sea verdaderamente oración. Y de ese modo, tendremos “luces": las que nos vendrán de Dios. Y “fuerzas": las que nos dará Él…, para hacer -entonces sí- lo que debamos y tengamos que hacer.
De otro modo estaremos perdidos: los pastores y las ovejas. Porque ni acertaremos al enfocar las cosas, ni podremos hacer lo que deberíamos hacer. Nos quedaríamos solos y a solas. Y, finalmente, nos podrá el mundo con sus engaños y sus máximas…, y con las personales miserias, que también las tenemos. Y perderíamos -echaríamos a perder- a la misma Iglesia Católica.
Todos los hijos de Dios en su Iglesia vamos a pedir por ellos y por ello: es nuestra obligación en conciencia. Fuertemente. Porque hace falta con gran urgencia.
Autor: P. José Luis Aberasturi
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