sábado, 12 de noviembre de 2022

Juan Pablo II: su idea de España y Europa


Pedro Miguel Lamet es el cronista aventajado de la historia de Iglesia en España en el último medio siglo (1970-2020). La recepción del Concilio Vaticano II, la transición eclesial que vivió antes que nadie la propia institución, la involución que trajo de la mano el miedo a abrirse al mundo... Todo ha sido objeto del fino análisis de este jesuita.

Con su cámara de fotos a cuestas, y bien pertrechado de libretas y bolígrafos, Lamet recorrió con Juan Pablo II aquella histórica visita del Papa polaco en 1982. Una peregrinación que venía con una hoja de ruta claramente marcada, como desvela el periodista en esta entrevista, en un manejo de la anécdota y de la información que le sigue haciendo indispensable para asomarse a unos acontecimientos que marcaron los caminos de una Iglesia española.

Usted fue testigo privilegiado del histórico viaje de Juan Pablo II a España hace ahora 40 años como director de Vida Nueva. ¿Qué recuerdo sobresale el primero cuando evoca aquellos diez días recorriendo de arriba abajo el país con él?

Expectación. Juan Pablo II tenía una idea muy tradicional de España desde su juventud y estaba muy condicionado por la información confidencial que le llegaba a través de un tal Valorek, sacerdote polaco conservador. No estaba de acuerdo con la nueva línea Iglesia-Estado propiciada por el tándem Tarancón-Dadaglio. El viaje se había retrasado por las elecciones españolas. Y él tenía in mente devolver a la “madre patria” la cristiandad que caracterizaba su “Sueño de Compostela”. Venía a una España diferente, que quería reconquistar mediante el nombramiento de Suquía y la labor del nuncio Tagliaferri, quien se presentaba sin avisar en las diócesis para fiscalizarlas. 

Juan Pablo II pronunció más de 50 discursos en diez días? ¿Cuál le impresionó más?

Cuando escribí mi biografía de Juan Pablo II, Hombre y papa, me sorprendió que en su versión francesa apareció con el título de Le pape au deux visages, El Papa de dos caras. Esa doble dimensión me impresionó también en los discursos pronunciados en España en 1982, que se reflejaba en la reacción del pueblo: Si él hablaba de moral familiar, contra el divorcio o el aborto, los entusiastas de los nuevos movimientos —sobre todo Opus o neocatecumenales—, aplaudían a rabiar. Si hablaba de justicia y temas sociales, como hizo en Barcelona, se callaban como muertos. Así reaccionó también la prensa española más abierta del momento: no aceptaba su reconquista tradicionalista, por ejemplo, en Madrid o Santiago, y alababa sus reivindicaciones sociales. Su nueva evangelización ocultaba deseos de una nueva cristiandad, un cierto fundamentalismo, volver a bautizar el continente. No aceptaba la actual laicidad

¿Cuándo se dio cuenta de que aquel Papa traía un plan bajo el brazo para la Iglesia y no solo en España?

Desde el principio, cuando le acompañé en su primer viaje a Polonia. Creía que su patria tenía una misión divina para devolver su identidad cristiana a Europa a través de su elección como Papa. Quería hacer un sándwich recristianizador entre Polonia y España. Su nueva evangelización ocultaba deseos de una nueva cristiandad, un cierto fundamentalismo, volver a bautizar el continente. No aceptaba la actual laicidad.

Aquellos días convivieron muy estrechamente obispos como Tarancón con otros como Suquía o Rouco, que iban a ejecutar las directrices que traía Wojtyla. ¿Percibió que se estaba produciendo un cambio ya durante aquellas jornadas?

Una de las cosas que más me impresionaron fue que, en el papamóvil, Wojtyla viajaba con el cardenal Tarancón detrás. Parece, según confesó don Vicente, que nunca le dirigió la palabra. Llegó a decir que aquí se había aceptado una constitución “atea”. Aunque Díaz-Merchán le matizó que solo era “aconfesional”. Todo ello explicaría la ascensión de Suquía y Rouco después. Este último se lo había metido en el bolsillo durante su primer viaje a Santiago, santuario símbolo para el papa polaco.

¿Cómo marcaron aquellos diez días a la Iglesia española?

Para el pueblo español, tan dado a la fiesta, fue un espectáculo. Aquello que respondió a Juan Pablo II el encargado de los viajes papales, padre Taddei, cuando le preguntó sobre el resultado de un viaje a Chile: “Santo Padre: Creo que la gente se queda con la música, pero no con la letra”. Para el rumbo de la Iglesia jerárquica fue algo más serio: un refuerzo de la idea wojtyliana de vuelta atrás respecto a lo que supuso el taranconismo; deseo de recuperar el poder institucional con identificación casi exclusiva con la derecha política; homogeneización del episcopado, más dócil y gris que brillante e intelectual, restauracionismo revisionista del Vaticano II con persecución de la libertad teológica y de expresión en las publicaciones católicas, alineamiento partidista de la Cope, etc. Para el Estado, casi nada. Ya gobernaba Felipe González y la libertad democrática era imparable.

Cuatro décadas después, ¿qué queda en nuestra Iglesia del papa Juan Pablo II y de aquella estancia en nuestro país?

Como en la sociedad civil, las cosas han cambiado con la aparición de la extrema izquierda y la extrema derecha. Por un lado, la Iglesia está cambiando lentamente gracias al sabor evangélico del pontificado de Francisco, que es todo lo contrario al fundamentalismo. Pero un sector de la derecha eclesial ultracatólica se ha radicalizado contra él y añoran y fomentan el dogmatismo, el rigorismo y las formas eclesiales de poder y proselitismo. En España conviven pues dos Iglesias: la que nació del Concilio y la que ahora añora Trento. Todo eso, además, de una irrelevancia creciente de la Iglesia por la secularización de la sociedad. De lo que no cabe duda es que Juan Pablo II personalmente, como hombre santo, dejó también un recuerdo indeleble de fortaleza, amor a Jesucristo y absoluta entrega personal.


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