martes, 8 de noviembre de 2022

Sobre las Constituciones y Reglas

En la literatura religiosa de los primeros siglos, la palabra "regla" (regula) designa una manera de vivir según un modelo determinado: el de los monjes o el de un maestro espiritual, pero sobre todo y siempre, el de Cristo y de los Apóstoles. 

Gradualmente, la “regla” irá tomando un sentido más formal para aplicarse a un conjunto de textos a la vez espirituales y normativos destinados a organizar y a animar la vida de una comunidad: Reglas de San Basilio, de San Benito, de San Agustín.

Posteriormente, en el s. XVI, los clérigos regulares (jesuitas, teatinos) son aprobados no ya a partir de una regla con el prestigio de santidad de su autor y su duración multisecular, sino a partir de una “fórmula de vida” (formula vitae, forma vivendi) que expresa la inspiración inicial y la experiencia espiritual y pastoral de un pequeño núcleo fundador. 

Pronto esos fundadores pasarán a redactar “Constituciones” que recogerán en forma más completa y sistemática su carisma y la ejecución del mismo. Luego, junto al texto fundamental de las constituciones, irán surgiendo “reglas” que lo explicitarán y lo adaptarán a las circunstancias. Así desde el s. XVII las nuevas congregaciones de votos simples (vicentinos, pasionistas, y más tarde los oblatos de María Inmaculada) establecerán sus «Constituciones y Reglas», aprobadas por la Santa Sede.

El Código de Derecho Canónico de 1983 presenta las constituciones como “el código fundamental” que debe contener las normas esenciales “acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada Instituto” (can. 578), y además sobre “su gobierno, la disciplina de sus miembros, la incorporación y formación de éstos, así como el objeto propio de los vínculos sagrados” (can. 587,§ 1). Los demás elementos más móviles, o “reglas” deben recogerse en otros códigos (can.587, § 4).

Si la formulación de una regla o de constituciones emana de la experiencia espiritual de un fundador o de un grupo original de discípulos, suele intervenir la autoridad de la Iglesia para dar un sello de autenticidad a la inspiración divina inicial. “La Jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, las aprueba auténticamente después de haberlas revisado y asiste con su autoridad vigilante y protectora a los Institutos erigidos por todas partes para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y florezcan según el espíritu de los fundadores”.

La aprobación de la Iglesia, en los comienzos del monaquismo y de otras formas de vida consagrada, era dada por el obispo cuya autoridad se unía a veces a la del fundador y redactor de la regla. Vemos que después intervienen los concilios, y en oriente el poder secular, estableciendo normas que han de observar todos aquellos y aquellas que se comprometen con votos al seguimiento de Cristo. 

Más tarde, ya en el siglo IX y más frecuentemente desde el s. XII, se desarrolla la institución de la “protección pontificia” y la dependencia directa de la Santa Sede otorgada a los monasterios para sustraerlos de la sujeción a los señores temporales y a ciertos obispos, y permitirles así conseguir mejor sus fines. En adelante, la legislación oficial de los religiosos emanará ya sea de los papas, ya de los concilios, y la aprobación pontificia vendrá a reconocer la autenticidad del carisma fundador, a garantizar la legitimidad de las fundaciones y la conformidad de las reglas con la legislación de la Iglesia.

La aprobación de la Santa Sede tomó en el pasado formas más o menos solemnes: bula, breve, decreto. Al extender así su «protección» a las congregaciones religiosas, la Santa Sede acentuaba la dependencia en que aquéllas estaban respecto de ella y la necesidad de que los institutos revisaran periódicamente sus constituciones según la evolución del derecho común de la Iglesia: esto sucedió especialmente tras la promulgación del Código de 1917 y a raíz del concilio Vaticano II y de la revisión del Código en 1983. 

A continuación de la Lumen Gentium donde el concilio ponía de relieve el significado teológico y eclesiológico de la vida religiosa, el decreto Perfectae caritatis invitaba a los religiosos a efectuar una renovación adaptada que comprendiera “a la vez, un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos”.

En 1966, el motu proprio Ecclesiae sanctae daba directrices concretas para llevar a cabo esa reforma, directrices que llevarían a eliminar elementos de las constituciones caídos en desuso y a adaptar “la manera de vivir, de orar y trabajar […] a las actuales condiciones físicas y psíquicas de los miembros y, en cuanto lo requiere el carácter de cada instituto, a las necesidades del apostolado, a las exigencias de la cultura, a las circunstancias sociales y económicas, en todas partes, pero señaladamente en los lugares de misiones”.

Por encima de todo, estas directrices de la legislación posconciliar quieren poner de relieve la realidad profunda del seguimiento de Cristo y mostrar cómo las normas concretas que rigen la vida religiosa emanan de consideraciones teológicas y espirituales. Por su parte, la autoridad eclesial afirma ahí su deber de velar por la fidelidad de las constituciones al carisma de los fundadores, pues éste es un don otorgado no solo a una familia religiosa particular sino a la Iglesia entera, de la cual es uno de los frutos más preciosos.

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