Le toca hoy el turno a un santo estrella que vivió pocos años pero fueron suficientes para alcanzar un extraordinario grado de santidad.
Luis era hijo de los marqueses de Chatillon de Stiviéres en Lombardía. Su madre quería que fuera santo, a su padre le sonaba más que fuera un guerrero; de ahí que desde muy pequeño lo llevara consigo a convivir con los soldados de quienes aprendió enseguida unos modales bastantes groseros y un lenguaje no digamos grosero sino vulgarísimo. Cierto que, apenas le dijeron que esa forma de hablar no era propia de un cristiano, se corrigió porque él había decidido seguir el camino que le indicaba su madre.
Desde jovencito se dedicó a la oración y las penitencias, sin abandonar los estudios ni los trabajos que su padre le encomendaba. A la edad de dieciocho años renunció a sus derechos de sucesión en el marquesado a favor de su hermano, aunque a su padre no le hacía mucha gracia el asunto. Y a continuación ingresó en el noviciado de los jesuitas.
Duró poco la dicha pues se declaró una epidemia de fiebres y la Compañía de Jesús, desde el general hasta el último mono (digo, fraile) se dedicó a atender a los enfermos. Nuestro santo pescó la enfermedad cargando uno de estos enfermos y aunque, en principio, se recuperó, murió poco después, a la edad de 23 años, habiendo sido siempre un ejemplo de lo que debe ser un cristiano.
El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
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