sábado, 1 de octubre de 2022

¿Por qué un canon cristiano?



Citemos aquí un párrafo del libro de Baez Camargo sobre la formación del canon bíblico:

“El cristianismo —hace notar C. F. Evans— es único entre las religiones mundiales en cuanto a haber nacido con una Biblia en la cuna”. Se refiere, por supuesto, a la Biblia judía, el Antiguo Testamento. Tan es así, que los primeros cristianos no parecen haber sentido imperiosa necesidad de formarse un cuerpo peculiar y propio de escrituras sagradas. Al parecer les bastaba, en ese respecto, con las del judaísmo. Para lo distintivamente cristiano, que consideraban fundamentado en ellas en mayor parte, se atenían principalmente a la preservación, oral en un principio, de las palabras de Jesús, y a la predicación y testimonio de los apóstoles, de viva voz primero y pronto después también por trasmisión oral de quienes los habían escuchado personalmente. No parecen haber pensado en tener su propia y diferente Biblia, o siquiera una Biblia complementaria. Más tarde, o sea a partir del siglo segundo, aceptaron como normativos los criterios de los Padres de la Iglesia, griegos y latinos, que a su vez fundaban su enseñanza en los dichos de Jesús y la tradición apostólica, hasta donde les habían llegado de fuentes que se iban haciendo cada vez más remotas. Pero la Iglesia primitiva se enfrentaba desde luego con el problema de que esos criterios patrísticos no eran uniformes, y, más aún, a veces resultaban conflictivos.

Es entonces cuando los cristianos empiezan a sentir la necesidad de tener su propio canon de escrituras cristianas para evitar que las diferentes opiniones puedan poner en peligro la unidad de la Tradición apostólica. Y aquí es cuando empieza realmente a considerarse que Tradición y Escritura deben ser dos pilares que se sostengan mutuamente y eviten que por un lado o por el otro se produzcan errores doctrinales. Al apoyarse la Tradición en la Escritura y la interpretación de la Escritura en la Tradición, se logrará mantener la doctrina intacta con el paso de los siglos, tal como la Iglesia Católica (romana y ortodoxa) han demostrado, frente a la enorme diversidad surgida del protestantismo a causa de su rechazo de la Tradición y su idea de que la Sola Scriptura puede bastar para conocer la verdad.

Paso a paso

En el año 100 ya circulan ampliamente por todas las iglesias los 4 evangelios y las epístolas de los apóstoles, pero será sobre todo entre los años 100 y 150 cuando empiece poco a poco a considerarse que esos textos no solo son reflejos fieles de la doctrina de Jesús, sino libros inspirados y por tanto sagrados, o sea, Escritura. 

Es de notar que en las cartas de Pablo, el apóstol suele describir sus enseñanzas como su opinión o consejo, sin imaginar en ningún momento que esas cartas podrían algún día ser consideradas Escrituras al mismo nivel que el Antiguo Testamento. Es solo cuando cita a Jesús o se apoya totalmente en alguna doctrina del Antiguo Testamento cuando tiene conciencia de estar transmitiendo la Palabra de Dios, que no la suya. Pero Clemente de Roma en el año 100 ya afirma que Pablo escribió “bajo la inspiración del Espíritu”.

Etapa canónica

En la llamada “etapa canónica”, entre el 150 y el año 200, se empieza a hacer una distinción entre los escritos cristianos considerados Escritura y aquellos otros considerados puramente humanos, por muy ortodoxos y edificantes que pudieran resultar. Es en estos años cuando claramente se habla de “Escrituras” para referirse a los 4 evangelios (incluido el libro de Hechos de los Apóstoles, que originariamente formaba parte del evangelio de Lucas), luego se considerarán de la misma forma las Cartas de Pablo, después las otras epístolas y finalmente también el Apocalipsis

Citando de nuevo a Baez Camargo:

“De esta manera el discernimiento entre los libros reconocidos como “Escritura” y los demás se iba efectuando gradualmente. Hemos de reiterar que se debió primero a los propios creyentes, según derivaban mayor o menor edificación de lo que leían, y en el grado en que sentían y experimentaban su inspiración y autoridad; después, por la lectura, que se iba haciendo más usual, de algunos de ellos en los cultos, con exclusión de otros; finalmente, por los dictámenes de los obispos que iban, en casos aislados y particulares, autorizando tales o cuales libros y negándoles su autorización a otros. 

Del siglo IV en adelante vendrían las decisiones de los concilios. Es muy importante insistir en que la determinación del canon vino por un proceso ascendente, partiendo de abajo, del consenso práctico establecido por el uso de las congregaciones cristianas, y no descendente, emanando como una imposición que procediera, sin más ni más, de las autoridades eclesiásticas”.

En torno al año 200 aproximadamente, el canon del Nuevo Testamento está ya prácticamente cerrado, pero aún quedan flecos, libros polémicos.

Tertuliano, a principios del siglo III es el primero en usar los términos “Antiguo Testamento” y “Nuevo Testamento”, lo que denota que los cristianos ya tienen por entonces conciencia de tener un conjunto de nuevos libros sagrados al mismo nivel que las Escrituras judaicas. En estos momentos ya hay unanimidad en todas las iglesias sobre casi todos los libros de nuestro Nuevo Testamento, aunque todavía están bajo discusión las epístolas de HebreosSantiago2 y 3 Juan2 PedroJudas y el Apocalipsis.
 
El Apocalipsis planteaba problemas porque su carácter tan alegórico hacía temer a algunos que fuera fuente de fabulaciones de todo tipo (y en ese punto acertaron). Las dudas sobre las otras epístolas no se debían tanto a sus doctrinas como a las dudas sobre sus autores, pues muchos preferían no aceptar como Escritura aquellas epístolas que no vinieran directamente de manos de algún apóstol. Junto a estos, también existía polémica sobre algunos otros libros que eran usados como Escritura en algunas iglesias locales pero que no llegaron a cuajar en la Iglesia universal y por tanto nunca llegaron a ser incluidos en el canon común: El Pastor de Hermas, la Didaché, la epístola del papa Clemente, el Apocalipsis de Pedro, etc.

Las epístolas dudosas que hoy están en el canon fueron poco a poco aceptadas, aunque algunas seguían sufriendo rechazo en ciertas iglesias. Al final el libro más conflictivo fue, como era de esperar, el Apocalipsis, que no tuvo problemas de aceptación en Roma pero sí en Oriente. La polémica estalló en todo su apogeo en el siglo III, y finalmente Oriente lo incluyó en el canon también, pero lo excluyó de su liturgia. Al mismo tiempo defendieron la canonicidad de El Pastor de Hermas.

Al llegar el siglo IV quedan todavía algunos libros sobre los que hay diferencias de opinión, y en esas estamos cuando llega Constantino y cesa las persecuciones. La convocatoria del Concilio de Nicea, que no trata el tema del canon, no tiene ningún efecto sobre las discusiones en cuanto a los pocos libros polémicos que quedan, y de esta época tenemos varias biblias en las que se incluye algún libro no canónico, como Hermas o Clemente, o que excluye alguno canónico como Santiago o el Apocalipsis

Medio siglo después de morir Constantino es cuando la Iglesia empieza a actuar en este asunto a nivel oficial, y así se trata el tema del canon en el sínodo de Roma (382), y poco después, en el 397, los de Hipona y Cartago.

Roma proclama oficialmente la actual lista de 27 libros, consolidando los universalmente aceptados, despejando las dudas que aún quedaban sobre algunas epístolas (Hebreos y Santiago), y rechazando algunos libros que aún tenían muchos defensores (el Apocalipsis de Pedro y el Pastor de Hermas). 

Poco después los sínodos africanos se suman al canon proclamado por Roma. La Iglesia gala se sumará también a este canon, de modo que a finales del siglo IV toda la Iglesia de Occidente acepta ya oficialmente el canon actual para el Nuevo Testamento, quedando así el asunto cerrado.

Era el peso de la Tradición el que dejaba claro qué libros habían sido aceptados por todos, pero no podemos olvidar que sobre algunos (hoy canónicos o apócrifos) había dudas. Fue la autoridad de la Iglesia la que zanjó las polémicas y declaró oficialmente la lista de modo que no pudiese haber más dudas. Sin embargo tal declaración se hizo en un sínodo (de autoridad local) y no en un concilio universal, por lo que fue posible que algunos sectores de la Iglesia Oriental pusieran en duda la canonicidad del Apocalipsis de San Juan. Esta disidencia, aunque minoritaria, continuó hasta que los propios orientales decidieron zanjar el asunto en el Concilio de Constantinopla III, año 681.

Como este canon oficial no volvió a ser puesto seriamente en duda, la Iglesia no vio necesario declararlo dogma hasta que la ruptura de Lutero y su intención de sacar varios libros del canon del Nuevo y del Viejo Testamento hizo sonar las alarmas. En el Concilio de Trento de 1563 la Iglesia decide declarar el canon oficial como dogma para evitar que la postura de Lutero pudiese extender el error también dentro de la Iglesia. Y así tenemos un viaje que va desde el siglo III, cuando la mayoría de los cristianos sostenía más o menos el mismo canon que hoy, hasta el siglo XVI en que ese canon se convierte en dogma, pasando por el siglo IV en el que la Iglesia ya dejó proclamado el canon actual de forma oficial.

Como conclusión, podemos decir entonces que el Nuevo Testamento se ha convertido en la herramienta que Dios nos ha dado a la Iglesia para mantener la Tradición apostólica sin distorsiones a pesar del paso de los siglos hasta el punto de que hoy ya no hay Tradición sin Escritura, pero para mantener viva esa verdad recibida, tampoco puede haber Escritura sin Tradición.

Así como en el Antiguo Testamento hay algunas divergencias de canon entre católicos, ortodoxos y protestantes, en cuanto al Nuevo Testamento las tres ramas del cristianismo (2+1) han logrado la total unanimidad, y a pesar de los fracasados intentos de Lutero por sacar algunos libros del canon del Nuevo Testamento, hoy en día todos reconocemos como Palabra de Dios los mismos 27 libros reconocidos por la Iglesia primitiva. Mirando atrás en la historia, esta unanimidad casi puede ser considerada un auténtico milagro y sin duda nuestro más preciado elemento de unidad entre todos los cristianos.


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