Esa actitud ante los escritos cristianos explica el hecho de que en los primeros cuatro siglos no hubiera un consenso absoluto sobre qué libros eran "inspirados", aunque sí había consenso global sobre cuál era el Evangelio, o sea, la buena nueva predicada por Jesús, y ese Evangelio era lo que la Iglesia transmitía, la Tradición. Esto se ve claro en algunas citas de los primeros cristianos como estas:
“Porque he oído a ciertas personas que decían: Si no lo encuentro en las escrituras fundacionales (antiguas) [o sea, el Antiguo Testamento], no creo que esté en el Evangelio [o sea, el mensaje de Jesús]. Y cuando les dije: Está escrito, me contestaron: Esto hay que probarlo. Pero, para mí, mi escritura fundacional es Jesucristo, la carta inviolable de su cruz, y su muerte, y su resurrección, y la fe por medio de Él; en la cual deseo ser justificado por medio de vuestras oraciones” (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 8, c. Año 107).
“Junto con las interpretaciones [de los evangelios], no vacilaré en añadir todo lo que aprendí y recordé cuidadosamente de los ancianos, porque estoy seguro de la veracidad de ello. A diferencia de la mayoría, no me deleité en aquellos que decían mucho, sino en los que enseñan la verdad; no en los que recitan los mandamientos de otros, sino en los que repetían los mandamientos dados por el Señor. Y siempre que alguien venía que había sido un seguidor de los ancianos, les preguntaba por sus palabras: qué habían dicho Andrés o Pedro, o Felipe, o Tomás, o Jacobo, o Juan, o Mateo o cualquiera otro de los discípulos del Señor, y lo que Aristión y el anciano Juan, discípulos del Señor, estaban aún diciendo, porque no creía que la información de libros pudiera ayudarme tanto como la palabra de una voz viva, sobreviviente” (Papías de Hierapolis, discípulo de San Juan, año 100, citado por Eusebio de Cesarea en su obra Historia eclesiástica III, 39)
“Porque al usar las Escrituras para argumentar, la convierten en fiscal de las Escrituras mismas, acusándolas o de no decir las cosas rectamente o de no tener autoridad, y de narrar las cosas de diversos modos: no se puede en ellas descubrir la verdad si no se conoce la Tradición […] Y terminan por no estar de acuerdo ni con la Tradición ni con las Escrituras” (San Ireneo de Lyon, discípulo de San Policarpo, que era discípulo de San Juan. Contra las Herejias. III 2, 1-2. Año 180)
…pero la fuerza de la Tradición es una y la misma. Las iglesias de la Germania no creen de manera diversa ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de Iberia o de los Celtas, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco de las iglesias constituidas en el centro del mundo (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías I,10,2. Año 180)
“Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en un rico almacén, todo lo referente a la verdad, a fin de que «cuantos lo quieran saquen de ella el agua de la vida» […] Entonces, si se halla alguna divergencia aun en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias?” (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías III,4,1. Año 180)
Y recordemos de nuevo que quien tales cosas nos está diciendo en estas tres últimas citas, san Ireneo, no es un cristiano cualquiera, sino un obispo cuyo maestro recibió la fe de boca del mismísimo apóstol san Juan, y Papías escribe esa cita cuando aún está vivo su maestro, también San Juan, y San Ignacio es contemporáneo de Papías. Con lo cual vemos que no es cierto lo que a menudo dicen los protestantes de que la Iglesia primitiva seguía la doctrina de la Sola Scriptura y fue la Iglesia Católica la que en el Concilio de Trento (s. XVI) o en algún otro anterior (tal vez Nicea) consagró la Tradición como segundo pilar de la fe.
La Iglesia primitiva consideraba que su fe surgía principalmente de la predicación de los apóstoles, y los escritos apoyaban esa fe, y no al contrario. Sería con el tiempo cuando esos escritos al pasar a considerarse Palabra de Dios, como los del Antiguo Testamento, adquieran un papel principal junto a la Tradición (pero ni mucho menos anulándola). Mientras la predicación apostólica está aún fresca, los textos escritos son considerados por la mayoría un soporte secundario; será cuando pase el tiempo y la predicación original se empiece a ver con cierta lejanía cuando el asunto de qué escritos recogen más fielmente esa tradición vaya adquiriendo cada vez mayor importancia y comiencen a surgir las inquietudes por definir un canon universal para todas las iglesias.
Por eso, si hasta finales del siglo segundo se nos suele hablar de los textos escritos como un apoyo de la Tradición, a partir de entonces vemos cómo va apareciendo también el concepto inverso, afirmando que la Tradición es la herramienta que nos permite interpretar correctamente los textos escritos, lo que quiere decir que la fe ya se basa en ambos pilares, no solo el oral sino ahora también el escrito. Por ejemplo encontramos palabras como estos fragmentos de Tertuliano de Cartago (160-220 d.C.) en su obra Prescripciones contra todas las herejías, en donde ataca a los herejes que intentan interpretar las Escrituras según sus propios criterios sin hacer caso a la Tradición de la Iglesia recibida de los apóstoles:
Ellos [los herejes] ponen por delante las Escrituras y, con semejante audacia, inmediatamente impresionan a algunos. […] primero debe ser discernido a quién corresponde la posesión de las Escrituras, a fin de que no sea admitido a ellas aquél a quien de ningún modo corresponde. […] no deben ser admitidos los herejes para emprender un desafío sobre las Escrituras, pues sin las Escrituras probamos que ellos no tienen nada que ver con ellas […] Ahora bien, qué hayan predicado, esto es, qué les haya revelado Cristo, también aquí deduciremos esta prescripción: esto no se debe probar de otro modo sino por medio de las mismas iglesias que los apóstoles fundaron, predicándoles ellos mismos ya sea de viva voz, como se dice, ya sea, después, por medio de cartas. Si así están las cosas, es cierto, igualmente, que toda doctrina que concuerde con la doctrina de aquellas iglesias apostólicas, matrices y fuentes de la fe, debe ser considerada verdadera, pues sin duda mantiene aquello que las Iglesias recibieron de los Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios […] Un tratado sobre esta materia no será del todo inútil para instruir tanto a los que están todavía en un estadio de formación como a los que, satisfechos con su fe sencilla, no investigan los fundamentos de la tradición, y, debido a su ignorancia, poseen una fe que está a merced de todas las tentaciones.
Y mucho más contundente aún es san Agustín de Hipona, a quien muchos protestantes pretenden presentar como partidario de la Sola Scriptura:
“Todo lo que observamos por tradición, aunque no se halle escrito; todo lo que observa la Iglesia en todo el orbe, se sobreentiende que se guarda por recomendación o precepto de los apóstoles o de los concilios plenarios, cuya autoridad es indiscutible en la Iglesia” (Agustín de Hipona, Carta a Jenaro, Ep 54,1-2)
“No creería en el Evangelio si a ello no me moviera la autoridad de la Iglesia católica […] Si tú dices, No creas a los Católicos: Tú no puedes con rectitud utilizar las Escrituras para traerme a la fe en [el hereje] Maniqueo; porque fue bajo el mandato de los Católicos que yo creí en las Escrituras. […] Pero si por casualidad tienes éxito en encontrar en las Escrituras un testimonio irrefutable del apostolado de Maniqueo, debilitarías mi consideración para con la autoridad de los Católicos quienes me dicen que no te crea; y el efecto de esto será, que yo no creeré más en las Escrituras tampoco, porque fue a través de los Católicos que yo recibí mi fe en ellas; y así lo que sea que me traigas de las Escrituras no tendrá más peso para conmigo. Así que, si no tienes una prueba clara del apostolado de Maniqueo encontrada en las Escrituras, yo creeré a los Católicos en vez de a ti. Pero si tú encuentras, de alguna manera, un pasaje claramente a favor de Maniqueo, no les creeré ni a ellos ni a ti: ni a ellos, porque ellos me mintieron con respecto a Maniqueo; ni a ti, porque me estas citando esas Escrituras en las cuales he creído bajo la autoridad de “esos mentirosos”. Pero lejos de que yo no vaya a creer en las Escrituras; creyendo en ellas, no encuentro nada en ellas que me haga creerte a ti” (San Agustín, Contra la epístola fundamental de Maniqueo, cap V)
Así que en los textos de san Agustín, a caballo entre los siglos IV y V, se habla a menudo de las Escrituras (Antiguo Testamento y Nuevo Testamento), pero se rechaza cualquier interpretación de ellas que no esté en concordancia con la Tradición apostólica preservada en la Iglesia. Y es ahora, cuando las Escrituras se han consolidado como el segundo pilar en la transmisión de la fe, cuando los debates sobre qué libros transmiten fielmente la Tradición y cuáles no, cobran fuerza, aunque no tanto como para provocar serios conflictos y enfrentamientos ni para que se lleguen a lanzar acusaciones de herejía por no compartir los mismos listados al 100% (algo frecuente en aquella época en cuanto se consideraba que alguien cambiaba algo de la doctrina). Esta ausencia de acusaciones heréticas es muy buena prueba de que las distintas iglesias consideraban que la fe podía ser la misma aunque los libros usados no fuesen exactamente los mismos.
Esto hace que si el Concilio de Nicea (año 325), Constantino o cualquier otro hubiera manipulado un libro de la Biblia para cambiar doctrinas a su antojo (suponiendo la imposibilidad de que hubiera podido hacerlo sin que nadie se diera cuenta), la reacción de los cristianos no habría sido la de cambiar sus creencias para adaptarse al nuevo texto, sino simplemente habrían rechazado ese texto por no estar conforme con la Tradición viva de la Iglesia. Por no mencionar la obviedad, claro está, de que en esos momentos eran ya millares las biblias repartidas por todas partes dentro y fuera del Imperio, y cualquier modificación habría sido detectada sin ningún problema. No es imaginable que los mismos cristianos (obispos y demás) que estaban padeciendo persecución y muerte por permanecer fieles a su fe, en pocos años aceptaran sin rechistar que el nuevo emperador les cambiara radicalmente las doctrinas cristianas delante de sus narices y reaccionaran al resultado del Concilio con el alborozo general que nos describen las crónicas.
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