jueves, 8 de diciembre de 2022

Carta Placuit Deo: IV. Cristo, Salvador y Salvación

 IV. Cristo, Salvador y Salvación

8. En ningún momento del camino del hombre, Dios ha dejado de ofrecer su salvación a los hijos de Adán (cf. Gn 3,15), estableciendo una alianza con todos los hombres en Noé (cf. Gn 9,9) y, más tarde, con Abraham y su descendencia (cf. Gn 15,18). La salvación divina asume así el orden creativo compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a través de la historia. Eligiéndose un pueblo, a quien ha ofrecido los medios para luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado la venida de «un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1,69). En la plenitud de los tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien anunció el reino de Dios, curando todo tipo de enfermedades (cf. Mt 4,23). Las curaciones realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la providencia de Dios, eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se ha revelado plenamente como el Señor de la vida y la muerte en su evento pascual. Según el Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,9). La buena noticia de la salvación tienen nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[14]

9. La fe cristiana, a través de su tradición centenaria, ha ilustrado, a través de muchas figuras, esta obra salvadora del Hijo encarnado. Lo ha hecho sin nunca separar el aspecto curativo de la salvación, por el que Cristo nos rescata del pecado, del aspecto edificante, por el cual Él nos hace hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina (cf. 2 P 1,4). Teniendo en cuenta la perspectiva salvífica que desciende (de Dios que viene a rescatar a los hombres), Jesús es iluminador y revelador, redentor y liberador, el que diviniza al hombre y lo justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde los hombres que acuden a Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ofrece al Padre, en el nombre de los hombres, el culto perfecto: se sacrifica, expía los pecados y permanece siempre vivo para interceder a nuestro favor. De esta manera aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de la acción divina con la acción humana, que muestra la falta de fundamento de la perspectiva individualista. Por un lado, de hecho, el sentido descendiente testimonia la primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la humildad para recibir los dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para poder responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos recuerda que, por la acción humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados a Cristo, podamos hacer «buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10).

10. Está claro, además, que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo de manera interior. De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho carne (cf. Jn 1,14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8,3; Hb 2,14: 1 Jn 4,2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4,4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre»[15] y nuestro hermano (cf. Hb 2,14). Así, en la medida en que Él ha entrado a formar pare de la familia humana, «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[16] y ha establecido un nuevo orden de relaciones con Dios, su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser incorporado para participar a su propia vida. En consecuencia, la asunción de la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar concretamente la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.

11. En conclusión, para responder, tanto al reduccionismo individualista de tendencia pelagiana, como al reduccionismo neo-gnóstico que promete una liberación meramente interior, es necesario recordar la forma en que Jesús es Salvador. No se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido Él mismo en el camino: «Yo soy el camino» (Jn 14,6).[17] Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha dado un «camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne» (Hb 10,20). En resumen, Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4,13). Así se ha convirtió «en cierto modo, en el principio de toda gracia según la humanidad».[18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y la Salvación.


[14] Benedicto XVI, Carta. enc. Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 1: AAS 98 (2006), 217; cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 3: AAS 105 (2013), 1020.
[15] San Ireneo, Adversus haereses, III 19, 1: Sources Chrétiennes, 211, 374.
[16] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, n. 22.
[17] Cf. San Agustín, Tractatus in Ioannem, 13, 4: Corpus Christianorum, 36, 132: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Si buscas la verdad, mantén el camino, porque el Camino es el mismo que la Verdad. Ella en persona es adónde vas, ella en persona es por donde vas; no vas por una realidad a otra, no vienes a Cristo por otra cosa; por Cristo vienes a Cristo. ¿Cómo «por Cristo a Cristo»? Por Cristo hombre a Cristo Dios; por la Palabra hecha carne a la Palabra que en el principio era Dios en Dios».
[18] Santo Tomás de Aquino, Quaestio de veritate, q. 29, a. 5, co.



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