Hablar del emotivismo contemporáneo tiene que ver con este mundo nuestro, visceral y apasionado, en el que el sentimiento se ha convertido en valor de medida. Para muchas personas, las experiencias son buenas o malas en función de los sentimientos que provoquen. Si disfruto, es bueno. Si sufro, es malo. Si me emociona y me colma, es bueno. Si me deja frío, es malo. Si me saca una sonrisa, vale. Si me hace llorar, también vale. Pero si solo me hace pensar no es suficiente.
El emotivismo implica inmediatez y está muy vinculado al presente. La memoria se desdibuja pronto porque lo pasado ya no está y, por tanto, si deja algún sentimiento es, como mucho, emoción y nostalgia. El futuro, cuanto más lejano, más irreal resulta. Es difícil sentir a largo plazo.
Esta dinámica también influye en la vivencia religiosa. Porque para mucha gente, creer va a ser un sentimiento de simpatía. Y oponerse a la fe a menudo pasa más por un rechazo visceral y un sentimiento de antipatía que por la comprensión de lo que está en juego.
Fuente: En Tierra de Todos, José María Rodriguez Olaizola, SJ
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