martes, 23 de febrero de 2016

Isaías 1,10.16-20: Aprendan a obrar bien, busquen el derecho

Isaías 1,10.16-20

Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma, escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra: "Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces, venid y litigaremos -dice el Señor-. Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana. Si sabéis obedecer, lo sabroso de la tierra comeréis; si rehusáis y os rebeláis, la espada os comerá. Lo ha dicho el Señor."

— Comentario por Reflexiones Católicas
"Aprendan a obrar bien, busquen el derecho" 

Obrar el bien y buscar la justicia, haciendo propia la causa de los pobres, será lo que manifestará si el hombre desea verdaderamente volver al Señor, arrepentido de sus pecados.

Este oráculo se remonta a los primeros años del ministerio del profeta Isaías (¿antes del 735?) y arremete, en el estilo colorista de Amós (Am 5,14-21), contra la hipocresía religiosa del pueblo.

Cabe suponer que este oráculo fue pronunciado en el curso de una celebración litúrgica (v. 13), sin duda en el momento en que se elevaba el humo de los sacrificios (v.11), mientras la multitud adoptaba la actitud de los orantes (v. 15).

El pueblo elegido piensa que proporciona un placer a Yavhé al pisar en gran número los patios de su templo y llevando ofrendas tan opulentas. Pero la impureza moral de quienes ofrecen esos sacrificios resulta tan repugnante que Yavhé no puede realmente tolerar esa religión sin fe.

Pero hay una posibilidad de que Dios acepte ese culto: que el pueblo se convierta dando acogida a los pobres y haciéndoles partícipes de la opulencia de los sacrificios de los que Yavhé prescindiría con gusto (vv. 16-18). El oráculo termina con una amenaza (v. 19) basada también en el concepto de la retribución temporal: o la obediencia y la abundancia, o la rebelión y el castigo.

La reforma litúrgica acometida por el Concilio Vaticano II muestra hasta qué punto el culto -en la conciencia de muchos- estaba aún en el plano de una religión sin fe. Buen número de cristianos -practicantes estacionales- tenía conciencia de cumplir así con Dios y estar después despreocupado por un buen espacio de tiempo; aceptaban fácilmente que esos deberes están representados por ritos pintorescos e incomprensibles: era el tributo que había que pagar a Dios para que proteja y bendiga su vida.

Pues bien: la reforma, cercenando los ritos, aligerando la ceremonia, empobreciéndola incluso en cierto sentido, llega a proponer ritos que no tendrán otra consistencia que la fe y la vida concreta de quienes los realizan y el encuentro entre Dios y el hombre. Y esa repentina desnudez del rito, su despojo hasta su reducción a la actitud y al intercambio sublevan a quienes hasta ahora podían ocultar sus sentimientos reales y escudarse con la participación en los sacramentos. En adelante el rito traducirá mejor la conversión personal y la de la comunidad; pero no podrá hacerlo sino respetando más el desenvolvimiento de cada conciencia, los medios vivenciales en que se manifiesta, las piedras de choque socio-culturales de la fe.

El profeta exhorta a cambiar de conducta y señala en qué consiste la verdadera religión: en obras de amor sincero: hacer el bien, defender al oprimido... todo lo que hemos visto en varios textos de Isaías durante la semana de ceniza.

Este peligro también lo tenemos nosotros: que nuestro culto a Dios esté situado en el plano de una religión sin fe. El rito, el culto, debe traducir siempre la conversión personal y la de la comunidad.

Fuente: Reflexiones Catolicas

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