sábado, 23 de julio de 2022

DOMINGO DE LA 17 SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo C: La oración de Abraham y de Jesús, por Mons. Francisco González, S.F.



Comentario por Mons. Francisco González SF

Me encanta la primera de las lecturas de este domingo. Abrahán recibe varios títulos, en parte dependiendo de las diferentes misiones que Dios le ha confiado. Hoy le vemos –por decirlo de alguna manera- luchando con Dios, mejor dicho intercediendo ante Dios por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Ha habido acusaciones contra ellas y Dios ha decidido visitarlas, y si las acusaciones son verdaderas, Él las destruirá.

Abrahán comienza un regateo con el Señor para salvar a los inocentes, y por extensión a las ciudades. Cuanto más uno lo piensa, da la impresión que la misericordia de Dios hace más caso a la oración del inocente que a la maldad de la multitud. Por eso el Papa gusta decir que el nombre de Dios es misericordia.

En el santo evangelio Lucas nos presenta a Jesús en algo en lo que pasaba bastante tiempo: orando. Al terminar sus discípulos quedaron maravillados de cómo lo hacía y le pidieron: “Señor, enséñanos a orar”.

En mis años de sacerdote bastante gente me han preguntado por alguna clase de libro que les enseñara a orar, una petición digna de alabanza. La gente quiere relacionarse con Dios. Y la verdad es que hay muchos libros que hablan de la importancia de la oración, que explican técnicas, y muchas otras cosas. Cuando buscamos mucha técnica se puede caer en una oración muy impersonal, en recitar lo que otros han dicho, pero no exactamente lo que te sale del corazón. Claro que cuando estamos en oración comunitaria debemos aprender a personalizar y hacer nuestro lo que decimos, pero que queda fortalecido por la voz unida y el corazón ardiente de los hermanos/as.

Jesús les enseña una oración simple, pero profunda, se reconoce a Dios como Padre, origen de la vida, un padre con un profundo sentimiento de madre. Al decir esta oración pedimos que esa familia que lo llama Padre lo glorifique, y que su plan se haga realidad, al expresar nuestro deseo de que “su reino venga”, para que la humanidad sea más humana, más justa, más fraternal, más familia, más hijas e hijos del mismo Padre.

Al Padre, que sabemos nos ama, le pedimos por lo que necesitamos para el futuro, para nuestro continuo viaje hacia Él, y como en la primera lectura queremos que no haya egoísmo que nos separe y por eso la petición del perdón vertical, que nos viene de Él así ayudarnos en ese otro sentido horizontal, el de perdonarnos unos a otros. Y finalmente la última petición. Jesús ha experimentado la tentación, y por eso añade “que el Padre nos ayude a no caer en la tentación que nos separaría tanto del mismo Padre como de los hermanos.

Hoy estamos acostumbrados a la “instantaneidad”, “al ya”, “al ahora mismo”. Esta cultura de rapidez puede afectar nuestra oración, especialmente de intercesión o petición: “Señor esto lo necesito ya”, y nos disgustamos, a veces hasta perdemos la fe en el Señor que no contesta inmediatamente. En la segunda parte de este pasaje evangélico nos pone un ejemplo para enseñarnos la perseverancia, la necesidad del insistir, cuando verdaderamente necesitamos algo.

Jesús, como buen Maestro, nos alienta indicando que debemos confiar en el Padre, como confiamos en el nuestro natural, que hace hasta lo imposible para cuidarnos, que no evita el propio sacrificio para que no carezcamos de lo necesario y por eso nos señala tres acciones que tienen sus consecuencias: pedir, llamad y buscar. Pues al que pide se le da, al que llama se le abrirá y el que busca encontrará.

Estos días hemos visto al Papa de visita en Brasil con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, quien ha tenido palabras de esperanza para todos, para que nadie pierda la confianza en el Señor Jesús. El papa Francisco decía que “no traía plata ni oro, sino lo más precioso que él había recibido: Jesucristo”. “He venido, continuaba, en su nombre, para mantener viva la llama del amor fraterno que arde en todo corazón”. Es ese amor fraterno el que nos hace llamar a Dios Padre, y el reconocerlo como tal, nos recuerda que esa relación con Él crea la gran hermandad que es la humanidad entera.

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