viernes, 18 de marzo de 2011

2 Domingo de Cuaresma, Año A, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F.

Genesis 2, 1-4
Salmo 33
2 Timoteo 1,8-10
Mateo 17,1-9

Una vez más Dios muestra que no abandona al hombre, ese hombre y mujer que le rechazaron, que le quisieron quitar su puesto, él los sigue amando en sus descendientes y ahora busca a otro hombre para continuar lo que había empezado. Una y otra vez busca el contacto con el ser humano, porque Dios no puede vivir sin el hombre.

Al llamar a Abraham quiere comenzar algo nuevo, y le pide completa confianza. Le promete algo que no ha visto todavía y, sin embargo, Abraham dice sí abandonando familia, amistades, país, seguridad y todo lo que ha conseguido durante su larga vida. No es de extrañar por tanto que conozcamos al patriarca como “nuestro padre en la fe”. Yo añadiría y “en la esperanza”. Dos virtudes que hacen de Abraham un ejemplo para todos, los de entonces y los de ahora.

Si a Abraham le costó dejar su tierra y la casa de su padre para seguir al Señor, no menos difícil es la vocación del cristiano predicando el evangelio. Todo llamado, toda vocación que nos viene de Dios es algo gratuito, algo que nos llega por medio de Jesucristo.

Anteriormente a esta transfiguración del Señor hemos visto a unos fariseos y saduceos que quieren pruebas del cielo de que Dios está con Jesús, quien se interesa por lo que la gente dice de él, incluidos sus discípulos. Pedro confiesa que están ante el Mesías, sin embargo inmediatamente, cuando Jesús les anuncia que su mesianismo es diferente de lo que ellos creen y esperan, o sea un mesianismo de poderío, de conquista, de liberación política..., se les revuelve hasta lo más profundo de su cuerpo y de su espíritu y comienzan a tener dudas, incluso Pedro para quien es muy difícil abandonar sus ideas, e inclusive quiere impedir que Jesús cometa la locura de subir a Jerusalén. Es superior a sus fuerzas el aceptar que éste a quien él y sus compañeros han seguido les pueda defraudar de forma semejante. ¿Por qué no ha dicho algo antes? ¿No se da cuenta que lo han dejado todo para seguirle? ¿Qué va a ser de ellos?

Han pasado seis días desde el enfrentamiento del Maestro y sus discípulos inmediatos, posiblemente le han dado vueltas y más vueltas a la cabeza todo eso del sufrir mucho, de morir a manos de la autoridad, de que hay que renunciar a sí mismo si alguien le quiere seguir, que hay que perder la vida si se quiere preservarla, etcétera.

Jesús los ve desanimados. Incluso tal vez algo más que desanimados. ¿Es posible que alguno entre ellos esté tramando algo? ¿Cómo se sentiría él? Por eso va a hacer algo que les ayude a visualizar el futuro, al mismo tiempo que les haga ver que lo anunciado de antiguo es simplemente lo que está ocurriendo y así tomando a los tres líderes del grupo, como para evitar problemas o para despejarles la mente, se los lleva al monte donde se transforma y su cara brilla como el sol, su ropa se vuelve tan blanca como la luz y sobre todo lo ven entre dos personas, nada menos que Moisés y Elías, personajes que representan la ley y el profetismo, al mismo tiempo que dan testimonio de Jesús como el ungido, el enviado, algo que confirma la voz que rasga los cielos y dice: ¡Este es mi Hijo, el Amado; este es mi Elegido, escúchenlo!

Lo mismo que el Padre no abandonó al ser humano y constantemente buscaba formas de encuentro con él, así Jesús tampoco quiere perder a sus discípulos y se transforma ante ellos, en compañía de Moisés y Elías, arropados por la voz del Padre que confíen en la palabra del Hijo, y le sigan sin miedo pues estará con ellos y con nosotros hasta el final de los tiempos.

Oremos para que esta Santa Cuaresma sea una nueva oportunidad para nuestra propia transformación en verdaderos discípulos del Señor, que le acompañan en la entrada triunfante en Jerusalén, en el doloroso momento de la crucifixión, en la gloriosa resurrección y en ese darse a los demás para bien de todos.

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