De un tiempo a esta parte ha aparecido una representación de la Trinidad que me fascina. Porque, a veces, donde la teología balbucea, el arte hace diana. La llaman la “Trinidad de la Misericordia” pero ya he visto que, popularmente, ha recibido el nombre de “Trinidad samaritana”.
Normalmente convertimos a Jesús, segunda persona de la Trinidad, en protagonista de la Redención. Él es quien se encarna, quien predica y muere en la cruz. Al Padre le reservamos la obra maravillosa de la Creación y la misma resurrección de Cristo y al Espíritu, con un poco de suerte, le dejamos la Iglesia. Nos empeñamos así en parcelar la obra de Dios en un extraño reparto de responsabilidades, como si la Trinidad fuera, entre otras cosas, la promotora del trabajo cooperativo.
Por eso traigo a este blog, para el domingo de la Trinidad, esta obra de Caritas Müller. Preciosa en su realización lo es mucho más en su contenido teológico pues refleja la Trinidad volcada en la debilidad humana. Es la Trinidad quien salva y redime, quien nos levanta y sostiene. El rostro visible de este misterio invisible es Jesús…
La Trinidad samaritana representa al hombre herido que es recogido por los brazos del Padre, como en el hijo pródigo, mientras Jesús, como en la última cena, le lava y besa los pies. El Espíritu es quien infunde vida y aliento a la persona…¡Cuánta ternura expresa el arte que la teología no alcanza! Y sobre todo…¡qué bien expresa la comunión de Dios en la redención del género humano!
Ciertamente, el misterio de la Trinidad sigue siendo misterio. Y podemos decir con Catalina de Siena: “Tú, Trinidad Eterna, eres mar profundo en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro más te busco”.
Creo sinceramente que a medida que la fe se hace más adulta se desemboca con naturalidad en el misterio trinitario. Y se descubre una Trinidad que me habita, una Trinidad que es lámpara encendida. Una Trinidad que es esa verdad plena que el Hijo nos viene a revelar, una Trinidad que me recuerda que Dios siempre se me escapa, siempre es “más allá”. Una Trinidad que sólo quiere ser amada y adorada.
Normalmente convertimos a Jesús, segunda persona de la Trinidad, en protagonista de la Redención. Él es quien se encarna, quien predica y muere en la cruz. Al Padre le reservamos la obra maravillosa de la Creación y la misma resurrección de Cristo y al Espíritu, con un poco de suerte, le dejamos la Iglesia. Nos empeñamos así en parcelar la obra de Dios en un extraño reparto de responsabilidades, como si la Trinidad fuera, entre otras cosas, la promotora del trabajo cooperativo.
Por eso traigo a este blog, para el domingo de la Trinidad, esta obra de Caritas Müller. Preciosa en su realización lo es mucho más en su contenido teológico pues refleja la Trinidad volcada en la debilidad humana. Es la Trinidad quien salva y redime, quien nos levanta y sostiene. El rostro visible de este misterio invisible es Jesús…
La Trinidad samaritana representa al hombre herido que es recogido por los brazos del Padre, como en el hijo pródigo, mientras Jesús, como en la última cena, le lava y besa los pies. El Espíritu es quien infunde vida y aliento a la persona…¡Cuánta ternura expresa el arte que la teología no alcanza! Y sobre todo…¡qué bien expresa la comunión de Dios en la redención del género humano!
Ciertamente, el misterio de la Trinidad sigue siendo misterio. Y podemos decir con Catalina de Siena: “Tú, Trinidad Eterna, eres mar profundo en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro más te busco”.
Creo sinceramente que a medida que la fe se hace más adulta se desemboca con naturalidad en el misterio trinitario. Y se descubre una Trinidad que me habita, una Trinidad que es lámpara encendida. Una Trinidad que es esa verdad plena que el Hijo nos viene a revelar, una Trinidad que me recuerda que Dios siempre se me escapa, siempre es “más allá”. Una Trinidad que sólo quiere ser amada y adorada.
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