La figura de Elías han marcado la conciencia profética de Israel y del cristianismo primitivo. Parece que Jesús se ha presentado como profeta «en la línea de Elías». Por otra parte, la tradición cristiana ha vinculado la resurrección de Jesús con el testimonio de Moisés y Elías (la ley y los profetas) en la escena de la transfiguración. En este artículo se profundiza en el sacrificio del Carmelo y el de la teofanía del Sinaí, porque han definido y siguen definiendo el imaginario religioso de los lectores de la Biblia.
El tema del sacrificio del Carmelo constituye uno de los textos básicos de la identidad israelita El tema de fondo era la identidad del Dios que produce la lluvia: se trata de saber qué Dios fecunda la tierra con el agua, de manera que broten las plantas, maduren las mieses y haya comida. El poder de Dios (sea Baal, sea Yahvé) se encuentra vinculado a la tormenta que produce el rayo (fuego para el hogar y el sacrificio) y que derrama el agua sobre el campo. Por eso, al disputar sobre dioses, la gente se pregunta: ¿Quién concede el agua? Así interrogaban los israelitas en tiempo de Ajab, rey de Samaría (874-852 a. C), cuya esposa Jezabel, de origen fenicio, celebraba los cultos de Baal y Ashera, pareja divina del agua y el fuego, el amor y la vida.
Siguiendo el ejemplo de la reina, muchos israelitas aceptaban (preferían) los esquemas religiosos cananeos, que en el fondo eran los mismos de Fenicia: pensaban que el nombre y experiencia de Yahvé, Dios de la alianza de las tribus de Israel, perdía importancia. Había llegado el momento de Baal, Señor de Vida, Dios de la fecundidad y la abundancia de los campos.
En ese tiempo de crisis y cambió surgió Elías profeta, que mantuvo una fuerte lucha a favor de Yahvé. En ella se inscribe el relato del sacrificio del Carmelo (1 Rey 18), que tiene un fondo histórico, pero que ha sido reelaborado con elementos y esquemas posteriores, de tipo deuteronomista.
Los partidarios de los cultos cananeos afirmaban que el agua es de Baal. Elías contestó: «¡Vive Yahvé, Dios de Israel, a quien sirvo, que no caerá en estos años gota de agua ni rocío a no ser que yo lo mande!» (1 Rey 17,1). Tres años duró la sequía, según nuestro relato, sin que Baal pudiera evitarla, pues Yahvé había cerrado las fuentes del agua, mientras el profeta, escondido por temor al rey en una torrentera, tuvo que escapar a Fenicia, pues incluso las aguas del torrente se secaron (cf.1 Rey 17,3-24). Se extendía el hambre por el pueblo. Morían de sed los animales (cf. 1 Rey 18,5). Al tercer año vino la palabra de Yahvé sobre el profeta: «¡Preséntate a Ajab, que voy a enviar agua!» (18, 1).
Este va a ser el momento de la teofanía, como manifestación de Dios del agua y del fuego, ante el conjunto del pueblo. Elías dispuso cuidadosamente la escena sobre el monte sagrado del Carmelo, entre el mar y las llanuras, en el borde donde vienen a juntarse Fenicia, Galilea y Samaría. Se congrega el pueblo, acuden los sacerdotes de Baal el rey Ajab, que preside el rito. Elías se acercó al pueblo y dijo: «¿Hasta cuando andaréis cojeando sobre dos muletas? Si Yahvé es Dios seguidlo. Si lo es Baal seguidle. El pueblo no respondió nada. Entonces Elías les dijo «He quedado yo solo como profeta de Yahvé, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. Que nos traigan dos toros. Escoged vosotros uno, que lo descuarticen y pongan sobre la leña, sin prenderle fuego. Yo prepararé otro toro y lo pondré sobre la leña, sin prenderle fuego. Vosotros invocareis a nuestro Dios y yo invocaré a Yahvé». Y el Dios que responda con fuego ese es Dios. Y replicó todo el pueblo: ¡Bien dicho!»(1 Rey 18,21-24).
Este juicio de Dios con dos sacrificios se parece al de los chivos (Lev 16); pero aquí tenemos dos toros y dos sacrificios: uno para Yahvé, otro para Baal. El toro de Baal queda inútil, sobre su altar falso, y sus sacerdotes-profetas vencidos son degollados. Por el contrario, Yahvé envía su fuego sobre el altar de Elías, es decir, de Israel, sacralizando su sacrificio y distinguiendo así entre el buen pueblo y el malo, en demostración impresionante de potencia (rayo, fuego, muerte, agua). Elías dijo a los profetas de Baal: «Los profetas de Baal tomaron el toro e invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta mediodía diciendo: ¡Oh Baal! ¡Respóndenos!. Pero no había voz (trueno: qol) ni respuesta, mientras saltaban ante el altar que había edificado... Pasado el mediodía, profetizaron hasta la oblación de la tarde, pero no se oía voz, ni respuesta ni contestación...
El triunfo de Yahvé
Y Elías construyó con piedras un altar al nombre de Yahvé... Apiló la leña, descuartizó el toro y lo colocó sobre la leña... Y a la hora de la ofrenda se acercó Elías, el profeta, y dijo: ¡Yahvé, Dios de Abrahán, Isaac e Israel! Que hoy se reconozca que tú eres Dios de Israel y que yo soy tu siervo, que en tu nombre he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Yahvé, respóndeme; para que este pueblo reconozca que tú, Yahvé, eres Dios... Y descendió el fuego de Yahvé (el rayo) y consumió la víctima, la leña, las piedras... Y lo vio todo el pueblo y cayeron sobre su rostro exclamado: ¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios!.Y les dijo Elías: Tomad a los profetas de Baal. Que no escape ninguno de ellos. Los agarraron. Y Elías les hizo bajar al torrente Quisón y allí los degolló. Y dijo Elías a Ajab: ¡Vete! ¡Come y bebe! Que ya se escucha el ruido de la lluvia» (cf. 1 Rey 18,25-41).
Más que un hecho histórico concreto del pasado, el texto ha transmitido el valor permanente del símbolo de Elías: ha evocado el fuego de Dios, ha convertido a los israelitas, abriendo las fuentes de agua para el pueblo. La respuesta es clara: (baja el fuego de Dios, viene el rayo y consume/consuma el sacrificio! Este fuego del sacrificio no puede brotar de la tierra, no es conquista de los hombres, ni tesoro robado de los dioses (cf. Prometeo) sino don de Yahvé, Dios de los cielos (por el rayo).
La intención polémica es clara: no es Baal quien lanza el rayo y da la lluvia, pues sus fieles se consumen y caen en una danza inútil. Sólo Yahvé es el verdadero Dios del rayo: dueño del fuego que habla (qol= rayo o palabra) aceptando y consumando el gesto de sus fieles. Desde aquí se entiende el sacrificio: el animal ofrecido sobre el ara es sólo un signo de fe, expresión de la plegaria de confianza del profeta. Por eso, lo que importa no es el gesto de los hombres que danzan sino aquello que realiza Yahvé. Por eso aclaman: ¡YHWH hu-ha’Elohim, YHWH hu-ha´Elohim! ¡Yahvé es Dios, Yahvé es Dios! (18,39).
Este es el tema de fondo: Yahvé, Dios de Israel, ha enviado su rayo-fuego sobre el sacrificio de Elías, ratificando la verdad de la religión y culto israelita, y Elías le responde sacrificando a los profetas de Baal, no sobre el altar (¡no están puros!), sino en el torrente, como primicia del agua que empezará a correr pronto, pues ha llegado el rayo y está llegando la lluvia. Los sacerdotes de Baal son las víctimas de este sacrificio; y Elías, sacerdote de Yahvé, no les envía ya al desierto de Azazel (como en el texto anterior), sino que les sacrifica sobre el torrente, para que lleguen las lluvias. El rey puede marcharse. Queda claro que Yahvé es el único Dios que manda sobre el rayo (fuego) y da la lluvia. Este es un texto de clara violencia sagrada.
Elías el Tesbita, de Tisbe de Galad, se había opuesto por muchos años a los cultos de Baal, como hemos visto en el texto que acabamos de comentar (1 Rey 18). Pero un día tuvo que darse por vencido: parecían haber fracaso sus esfuerzos y su lucha. Por eso quiso presentarse ante su Dios y emprendió el camino del Horeb, para morir en la presencia del Señor, que había querido hacerle su profeta. Pero el camino era duro y en medio de la marcha invocó la muerte: «¡Basta ya, oh Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no soy mejor que mis padres! Se recostó bajo una retama y se durmió (para morir)» (1 Rey 19,4-5). Pero Dios no respondió a la llamada de la muerte: no quiso acogerle en medio de la marcha y del cansancio, sino que le ofreció comida para que siguiera en su camino.
Así siguió caminando hacia la montaña de Dios, cuarenta días y cuarenta noches. «Allí se metió en la cueva, donde pasó la noche. Y he aquí que vino a él la palabra de Yahvé, que le preguntó: ¿Qué haces aquí, Elías? Y él respondió: He sentido un vivo celo por Yahvé, Dios de los Ejércitos, porque los hijos de Israel han abandonado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. Yo solo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (1 Rey 19,9-10). Elías quiere justificarse: ha venido ante Dios para pedirle cuentas y ahora está allí los dos, frente a frente: Elías, el hombre del fuego de Dios (cf. 1 Rey 18,38-39; 2 Rey 1,10.12) y el Dios que parece haberse olvidado de su fuego. Pero entonces Dios le manda que ponga en pie y que vea, que sienta, que discierna: «Un grande y poderoso huracán destrozaba las montañas y rompía las peñas delante de Yahvé, pero no Yahvé no estaba en el huracán. Después del viento vino un terremoto, pero Yahvé no estaba en el terremoto. Después del terremoto hubo un fuego, pero Yahvé no estaba en el fuego.
El Dios de la brisa
Después del fuego se oyó una brisa apacible y delicada. Y sucedió que al oírlo Elías, cubrió su cara con su manto, y salió y estuvo de pie a la entrada de la cueva. Y he aquí, vino a él una voz, y le preguntó: ¿Qué haces aquí, Elías?» (1 Rey 19,11-13). En un primer momento se ha manifestado el Dios de Elías, que se expresa en los signos de ira y destrucción que él habría imaginado: este es el Dios del huracán, de terremoto y del fuego. Pues bien, éste no era el Dios verdadero, el que ha guiado a los israelitas lo largo de la historia. El verdadero Dos está en la brisa suave, después que han pasado los signos de la teofanía destructora, del volcán y del incendio en la montaña.
Éste es el Dios del viento suave, de la brisa de amor, del agua de la vida. Éste es el Dios que le dice a Elías que vuelva, que empiece de nuevo: «Ve, regresa por tu camino, por el desierto, a Damasco. Cuando llegues, ungirás a Hazael como rey de Siria. También ungirás como rey de Israel a Jehú hijo de Nimsí; y ungirás a Eliseo hijo de Safat, de Abel-Mejola, como profeta en tu lugar... Pues me he reservado en Israel a siete mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal, ni le han besado con sus labios» (1 Rey 19,15-18). Allí donde Elías pensaba que todo se hallaba terminado, tiene que volver para empezar de nuevo, poniendo en marcha nuevos caminos de historia en los reinos de Siria y de Israel que estaban enfrentados. Elías, profeta viejo y cansado, en diálogo con Dios sobre el monte del Horeb, vendrá a ser nuevamente mensajero de Dios en medio de la historia.
Jesús como Elías
Elías destaca entre los personajes (Abrahán, Moisés, David…) que han podido servir de inspiración a Jesús, que provenía de una tradición davídica, pero que, más que en David, se inspira en la tradición de los profetas, vinculada a Juan Bautista (cf. Mc 1,1-8; 9, 13), como ha puesto de relieve la tradición de Marcos. La figura de Elías era polivalente y podría influir no sólo en Juan que era asceta (cinturón de cuero, mensaje de juicio: Mc 1,6; Mt 3, 12), sino también en Jesús.
Dos formas de entender a Elías
Tanto Juan Bautista como Jesús se encuentran vinculados con Elías. Es muy posible que el mismo Jesús, al principio de su actividad, estuviera buscando al primer Elías, vinculado al sacrificio del Carmelo y al fuego de Dios, lo mismo que Juan Bautista. Pero después, quizá en su bautismo, Jesús tuvo una experiencia de Dios, como la de Elías en el Monte Horeb, descubriendo a Dios como brisa suave (espíritu de vida), en las aguas del Jordán. Había querido conocer al Dios del Juicio, junto a Juan Bautista (profeta del fuego, del huracán y del agua destructora), pero encontró y escuchó al Dios de la palabra suave (de la brisa y del Espíritu), que le llamaba “Hijo” y le enviaba a realizar una obra de liberación.
Este puede haber sido el tema de fondo de Mc 1,10-12 y par (cf. Mt 3,1-2; Lc 3,1-9). Así podríamos hablar de una “conversión” de Jesús, que pasa del primer Elías al segundo, al Elías de la brisa suave, para empezar en Galilea su tarea de profeta carismático, al servicio de la llegada del reino de Dos, que se expresa en la curación de los enfermos. Jesús no habría abandonado el signo de Elías, sino que lo habría reinterpretado (como supone su respuesta a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista, en Mt 11,2-4).
Jesús y Elías están relacionados con el Norte de Israel (más que con Jerusalén) y no son profetas sacerdotales, en sentido estricto, aunque Elías aparece como instaurador de una nueva sacralidad sobre el Carmelo (1 Rey 18). Jesús es como Elías un hombre celoso por la identidad de Dios, que se condensa en el Shema (Yahvé, el Señor, es el único Dios…), y al mismo tiempo es un profeta carismático, un profeta “sanador”, también como Elías, con quien se le compara repetidamente (cf. Mc 6, 15 y 8, 28), y de un modo especial en el momento de su muerte (cf. Mc 15,35-36). Todo nos permite suponer que Jesús quiso retomar el signo de Elías, que significativamente aparece al final de la Biblia Hebrea que terminaba con la promesa de Malaquías, diciendo que Elías ha de venir para:
(a) restaurar a Israel,
(b) convertir los corazones de los hijos a los padres
c) preparar la llegada de Dios (cf. Ml 3, 1-2. 19. 22-24).
Ciertamente, hay rasgos de esa profecía de Malaquías (y de la figura de Elías) que se aplican mejor a Juan Bautista (Ml 3,1-2.19), pero los más significativos (Ml 3,22-24), parecen más cercanos a Jesús, que ha venido a reconciliar a los hijos con los padres (=restaurar a Israel), preparando la llegada salvadora de Dios. Es muy posible que tanto Juan como Jesús se hayan sentido vinculados con Elías, pero lo han hecho en líneas distintas: Juan esperaba un Elías futuro, de juicio; Jesús, en cambio, supone que el signo de Elías se estaba cumpliendo en su mensaje y en sus signos milagrosos.
Jesús y Elías: sanadores
En el contexto anterior se sitúa la decisión de Jesús, que vuelve a Galilea y busca a unos discípulos para ponerse al servicio de los pobres, anunciándoles el Reino y sanando sus enfermedades. Las curaciones de Jesús han surgido de su contacto con los enfermos, pero ellas se inspiran en las historias de Elías y Eliseo, profetas carismáticos, sanadores de enfermos. No sabemos si Jesús había desplegado previamente capacidades sanadoras (antes de haber ido donde Juan Bautista), aunque podemos suponer que no, pues, de lo contrario, no se entendería bien su estancia ante el Jordán, en la línea del primer Elías. Todo nos permite suponer que Jesús descubrió y desarrolló su poder de sanación tras el bautismo y en este contexto se entiende su nueva relación con Elías.
También Juan había asumido, al parecer, ciertos rasgos de Elías, pero sobre todo en línea de juicio (sin milagros), pero Jesús pondrá de relieve los aspectos sanadores de Elías y Eliseo, profetas del Norte de Israel, cuyas tradiciones estaban relacionadas con Galilea y sus alrededores (como indica la historia de la sunamita, en 2 Rey 4, 8-37, y la de la viuda de Sarepta, en 1 Rey 17, 9-25).
LA TRANSFIGURACION DEL SEÑOR
En esa perspectiva, los cristianos dirán que Juan, precursor de Jesús, se identificaba con Elías, con no sólo por su forma de vestir (Mc 1,6 cf. 2 Rey 1,8), sino por su manera de anunciar el juicio, añadiendo así que Elías ya había venido y se había mostrado por Juan, precediendo a Jesús, para preparar su camino (cf. Mc 9,13; ésta es la lectura cristiana de Mc 1,7-8 par; cf. también Lc 1,76). Jesús Galileo se relaciona más con Elías sanador, y así aparece no sólo en la “resurrección” del hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-16), ciudad cercana a Sunem (donde Eliseo había resucitado al hijo único de la sunamita), sino en la línea del texto programático de Lc 4,24-28, donde Jesús compara sus milagros con los de Elías/Eliseo y viene a presentarse de esa forma como nuevo Elías: alguien que es capaz de encender una esperanza de Reino o nueva humanidad, por sus curaciones.
En esa segunda perspectiva han de entenderse dos pasajes muy significativos de la tradición cristiana.
(a) La transfiguración (Mc 9,2-9), donde. Elías se aparece a Jesús, al lado de Moisés, para ofrecerle su testimonio y para acompañarse en su camino profético de Reino.
(b) La cruz (Mc 15,35-36), donde Jesús murió dando un grito muy fuerte, de forma que algunos pensaron que llamaba a Elías. Pero el evangelista supone que Jesús no pudo llamar a Elías, sino a Dios (¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Lógicamente, la iglesia ha pensado que Jesús murió llamando a Dios, pero ha podido pensar también que en el fondo él repitiendo el mismo gesto de Elías que subió al Horeb para preguntarle a Dios: ¿Por qué me has desamparado? (cf. 1 Rey 18,10; Mc 15,34).
Tanto Elías como Jesús han llamado a Dios desde su “fracaso”; tanto a Elías como a Jesús ha respondido Dios, de formas convergentes aunque distintas: a Elías le responde sin que muera; a Jesús le responde por la muerte.
Jesús pudo llamar desde la cruz a Elías, como mensajero de Dios, conforme a la palabra final de la Biblia Hebrea (que acababa en Mal 3,1.22-24, con la promesa de la venida de Elías, vinculado a Moisés). Esa llamada (Mc 15,34-35) respondería además a su trayectoria profética. Si Jesús identificaba su misión con la de Elías, cuya obra final él habría venido a realizar, como muchos pensaban (cf. Mc 6,15 y 8,28), era lógico que le llamara entonces (en la cruz) y que el mismo Elías (personaje celeste) le escuchara y respondiera, cumpliendo la esperanza de aquellos que pensaban que él intervendría al final de los tiempos. Ésta habría sido la última oportunidad, tras la del Huerto del Monte de los Olivos, donde Jesús había acudido para rogar a Dios y pedir que llegara. Pues bien, ahora pide de nuevo desde la cruz, esperando el final-final (sin posible retorno), en el momento clave, la hora decisiva.
En el último confín que es la cruz, Jesús aguardaba la llegada de Elías, representante de Dios. Mientras llegaba la muerte, él habría llamado al profeta del juicio, el mensajero de la ira de Dios (cf. Mal 3,1-5 5; Eclo 48,10-11), esperando así que le librara o desclavara de la cruz (kathairein, cf. Mc 15,36), como parece indicar el gesto de uno de presentes (conocedor de las tradiciones de Israel, no un simple pagano), que habría mojado una esponja en vinagre, dando así a beber a Jesús, para alargar su agonía (su tiempo de vida), de forma Elías pudiera llegar y librarle (Mc 15,36).
Autor: Xavier Pikaza
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