El papa León IX (1048-1054) inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador.
Por su parte, Pedro Damián publicó entonces su obra Libro Gomorriano, en alusión a la ciudad de Gomorra y en contra de las costumbres impuras de su tiempo, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal en las costumbres de los eclesiásticos.
Dice san Pedro Damián: “Si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores”.
Viaja a Roma con frecuencia, donde ayuda y aconseja a los papas y a su amigo Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Esteban IX (1057-1058) le nombra entonces cardenal y obispo de Ostia. Comprometido con la reforma de la Iglesia, no puede permitirse el lujo de residir habitualmente en su eremitorio, donde tiene su corazón, pero se refugia en él en cuanto puede. Ha tenido que dejar el gobierno de Fonte Avellana, pero, esté donde esté, sigue vigilando atentamente como cumplen los ermitaños las normas que les ha dado.
Pedro Damián denunció la infiltración en el clero de su tiempo de conductas homosexuales:
“Ha arraigado entre nosotros cierto vicio sumamente asqueroso y repugnante”, escribía a mediados del siglo XI en su Liber Gomorrhianus. “Si no se lo extirpa cuanto antes con mano dura, está claro que la espada de la cólera divina asestará sus golpes, de un momento a otro, para la perdición de muchos (…). El pecado contra natura repta como un cangrejo hasta alcanzar a los sacerdotes. Y, en ocasiones, como una bestia cruel introducida en el rebaño de Cristo, se desenvuelve con tanta astucia, que más les valdría, a muchísimos, ser apresados por los guardias que, amparados en su estado religioso, ser arrojados con tanta facilidad al férreo yugo de la tiranía del diablo, especialmente cuando media escándalo de tantas personas (…). Y, a no ser que la Santa Sede intervenga cuanto antes con contundencia, cuando queramos poner freno a esta lujuria desenfrenada, ya no habrá quien la detenga”.
El propio santo proponía medidas concretas para atajar el problema: un clérigo o un monje que moleste a los adolescentes o a los jóvenes, o que haya sido sorprendido besándolos o en algún otro comportamiento vergonzoso, sea flagelado públicamente y pierda la tonsura. Después de dejarlo calvo, sea cubierto de escupitajos e inmovilizado con cadenas de fierro, sea dejado en la angustia de la cárcel durante seis meses. Durante el tiempo de vísperas, tres veces por semana coma pan de cebada. Luego, por otros seis meses, bajo la custodia de un padre espiritual, viva segregado en un lugar pequeño, se le ocupe en labores manuales y oraciones. Sométaselo a ayunos y camine siempre vigilado por dos hermanos espirituales, sin permitirse hablar de cosas perversas. No se le permita frecuentar a personas más jóvenes que él. Este sodomita valore profundamente si ha administrado bien sus oficios eclesiásticos, ya que la autoridad sagrada juzga estos ultrajes tan ignominiosos y vergonzosos. Tampoco se deje tentar para que no tenga sexo anal con nadie, ni tampoco entre los muslos, ya que […] será sometido –y justamente– a todas las angustias provocadas por tal comportamiento vergonzoso”.
Carlos Esteban
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