lunes, 21 de febrero de 2022

San Pedro Damián, Doctor de la Iglesia


Se ha dicho de san Pedro Damián que fue uno de los espíritus más vigorosos de su tiempo. Poseía una cultura muy vasta. Poeta, escritor valiente y prolífico, docto en derecho y teología, polemista audaz y temible, tiene una marcada tendencia a exaltar los valores morales sobre los intelectuales. 

Poseedor de una exquisita formación literaria, conocedor a fondo de los clásicos paganos y de la cultura profana, ha sido considerado a menudo como enemigo de la cultura a causa de sus tremendas diatribas contra las lecturas paganas, enemigas de la sancta simplicidad, ruda e ignara, que defiende a capa y espada. Pero no es un anti intelectual ni un enemigo de la gramática, sino un hombre apasionado, de lenguaje excesivo y a veces poco hábil en la expresión de su pensamiento. 

Sus escritos tienen dos cualidades que con frecuencia no suelen andar juntas: son sólidos y amenos. Lo que dice nunca resulta trivial, soso, sin interés. Su estilo es vivaz y directo; algunas de sus páginas, apasionadas, vehementes. Acertó, sin duda, Bertoldo de Constanza al definirle como un “segundo Jerónimo” “alter Hieronymus in nostro tempore". 

Su prosa es de lo más elegante; su vocabulario, de una riqueza poco común; sus sermones, por lo general, breves y elocuentes; hay uno, titulado “El vicio de la lengua”, que ha sido calificado de pequeña maravilla. Escribió la cristología mas completa de su tiempo.

Sobre el monacato

En sus escritos sobre el monacato, hay que distinguir dos tendencias principales, la crítica y la doctrinal, que a menudo se mezclan. Por un lado combate sin piedad lo que el juzga como desviaciones lamentables y por otro edifica piedra a piedra una teoría monástica preciosa. 

Fue un crítico severo del monacato de su tiempo, fustigó vigorosamente sus vicios, sus deficiencias, no solo los de los monjes tradicionales, sino también los de los ermitaños, sus hermanos de ideal. Buena prueba de ello es la carta a los anacoretas de Camugno, a quienes reprende por sus excesos de la lengua y de la boca, y sobre todo por su falta de pobreza. 

A voz en grito y sin desfallecer protesta contra todo lo torcido, lo falso, es un implacable flagelador de los abades, incluso de los más famosos. Estan -dice- continuamente enredados en procesos y disputas; solo les interesan los negocios mundanos; su preocupación consiste en añadir posesiones a posesiones, enriquecer sus iglesias con ornamentos deslumbrantes y suntuosos, añadir nuevos pisos a los edificios existentes y flanquearlos con torres lo más altas que pueden, y, aprovechándose de su dignidad, dispensarse de la observancia. “Ricardo de Saint-Vanne -dice en una de sus cartas-, aunque lo veneren como beato los monjes de Verdun, por haberse dejado llevar de la pasion malsana de construir a lo largo de toda su vida, va a pasar su eternidad levantando un andamio tras otro”.

Que se desengañen abades y monjes, la vida monástica no requiere iglesias monumentales, ni coros disciplinados, ni cantos prolongados, ni repique de campanas, ni ornamentos preciosos. Todo esto son superfluidades que desfiguran y complican el verdadero monacato. Cada monje debería medir sus propias fuerzas con gran franqueza y honestidad, con el fin de no agotar innecesariamente toda la laxitud permitida por la Regla. Como mínimo, todos los monjes, sin excepción, deberían rechazar las vestiduras cómodas, costosas y vistosas que les gusta lucir.

“El Señor esté con vosotros”

San Pedro Damián también fue un gran teórico de la vida eremítica: Una vez el hermano León le hizo una consulta: ¿Está bien que los eremitas sacerdotes, en su misa solitaria, saluden a una asamblea inexistente con la frase “el Señor esté con vosotros"? Tal es el origen de uno de sus tratados más hermosos: el Libro que se llama “Dominus vobiscum” al ermitaño León. 

Es una vibrante apología de la vida eremítica y, más aún, una breve pero substanciosa teología de la misma. El ermitaño sacerdote puede decir tranquilamente: “El Señor este con vosotros". Cierto, ninguna persona asiste a su misa, pero esta allí, invisiblemente, la Iglesia entera. El ermitaño -viene a decir-, aunque este físicamente solo, se apropia todas las palabras de la Iglesia, porque cada uno de los cristianos es la Iglesia. Y aunque viva en el desierto mas apartado, está siempre en la Iglesia, está muy presente a la Iglesia, gracias al sacramento de la unidad: “La Iglesia de Cristo está tan unida por el vinculo de la caridad que es una en muchos y esta misteriosamente entera en cada uno”. 

El ermitaño vive solo, reza solo, celebra solo; pero su vida y su oración tienen un valor eclesial. No se limita a interceder por toda la Iglesia: su oración es una realidad vital, expresión del misterio mismo de la comunión eclesial.

En el canto XXI del Paraíso, Dante coloca a san Pedro Damián en el cielo de Saturno, destinado en su Comedia a los espíritus contemplativos. El poeta pone en los labios del Santo una breve y eficaz narración autobiográfica: la predilección por los alimentos frugales y la vida contemplativa, y el abandono de la tranquila vida de convento por el cargo episcopal y cardenalicio. 

Por su finura teológica y su influjo en el pensamiento de su época mereció de León XII, el 27 de septiembre de 1828, el título de Doctor de la Iglesia.

Fuente: Alberto Royo Mejía

+ Sobre San Pedro Damián

No hay comentarios: