lunes, 6 de julio de 2015

De la mujer en el pensamiento de San Pablo. ¿Es o no es, San Pablo, el machista que algunos dicen?, por Luis Antequera

Algo que viene siendo normal es tildar a san Pablo de “machista”, juzgándole así de acuerdo con un criterio que él no pudo ni llegar a atisbar en su más amplio y extensible horizonte antropológico e intelectual. Lo cual no sólo es injusto desde un punto de vista meramente crítico, sino que desde el punto de vista historiológico es completamente absurdo. No obstante ello, aceptemos el envite e intentemos conocer un poco mejor al gran divulgador de cristianismo por lo que a su pensamiento respecto a la mujer se refiere para obtener una conclusión sobre si era o no era machista San Pablo.

San Pablo expresa un concepto superado hoy día cual es el de la obediencia de la esposa al esposo. Así lo hace, v.gr., en su Carta a los Efesios cuando dice:

“Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo” (Ef 5,21-24).

O todavía con mayor rotundidad en su Primera Carta a Timoteo, donde afirma:

“No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio” (1Tim 2, 12).

Ahora bien, se trata de un concepto que, obremos con justicia, prevalece aún en tres cuartas partes del planeta, y que en las sociedades occidentales no ha sido superado, digámoslo como es, sino diecinueve siglos después de decapitado Pablo, durante el último cuarto del siglo XX: en España, concretamente, mediante las muchas reformas acometidas en el Código Civil pero particularmente la del 2 de mayo de 1975 (en pleno franquismo como se ve) que abolía la llamada licencia marital, algo en lo que contrariamente a lo que acostumbramos a creer los españoles, siempre entusiastas a la hora de denostar nuestra historia y de avergonzarnos de ella, no éramos los únicos que tuvimos que acometer, ni muchísimo menos fuimos los últimos.

Pero es que la historia no se puede juzgar sin conocer bien el contexto en el que las cosas se producen y en el que tienen lugar. Y la sociedad judía -y también la no judía, ojo- que conoció Pablo era estricta en lo relativo al sometimiento de la mujer al hombre, de lo que las pruebas son abundantísimas a lo largo de todos sus libros, por lo que nos limitaremos a expresar la primera y más clara recogida en el Génesis:

“Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gn 3,16).

El principio de la obediencia de la mujer al marido del que Pablo, como ninguno de sus contemporáneos, ni aun los más progresistas, no sólo no se desprovee, es, sin embargo, muy mitigado en sus escritos, con una claridad que es difícil de hallar en ninguno de sus contemporáneos. Pablo es el que ordena:

“Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo” (Ef 5,25-28).

Y también:

“Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Col 3,19)

De su Carta a los Romanos, incluso cabe extraer que dicha obediencia sólo la debe en el matrimonio:

“Así, la mujer casada está obligada por la ley a su marido mientras éste vive; mas, una vez muerto el marido, se ve libre de la ley del marido. Por eso, mientras vive el marido, será llamada adúltera si se une a otro hombre; pero si muere el marido, queda libre de la ley, de forma que no es adúltera si se une a otro” (Rm 7,2-3).

A Pablo se le acostumbra reprochar el ordenar a las mujeres mantenerse calladas durante las asambleas. Y no parece faltar razón a cuántos lo hacen:

“Como en todas la iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar  la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo dice. Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus propios maridos en casa; pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea” (1 Co 14,34-35)

Pero es que en tiempos de Pablo, no es que la Ley judía no permitiera a la mujer hablar en la asamblea… ¡es que no le permitía participar en ella! En el propio Templo, existía un atrio de las mujeres que éstas no podían traspasar y que no era sino el tercero, después del atrio de los sacerdotes y del llamado atrio de Israel, al que sólo podían acceder los hombres. Es más, muy posiblemente, tal patio sólo existió en la última versión del Templo, la de Herodes el Grande, contemporáneo de Jesús y de Pablo, y antes las mujeres no pudieran acceder ni a tal instancia de la institución. En las sinagogas, hombres y mujeres ocupaban, -y aún hoy ocupan en muchas de ellas-, lugares distintos, lo que es posible mediante una institución llamada la “mejitzá”, nombre de la pared o biombo que separa a hombres y mujeres. Algo que desde luego, trasciende también al ámbito del islam, donde un famoso hadiz proclama “No impidáis a vuestras mujeres ir a la mezquita, aunque sus hogares son preferibles para ellas”.

Y en las que como de todos es sabido, hombres y mujeres tienen sitios reservados y separados.

Todavía hemos de conocer lo que sobre el matrimonio piensa San Pablo, y como su pensamiento sobre dicha institución mejora la situación de la mujer. Pero eso quedará para otro día. Por hoy, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

Fuente: religionenlibertad.com

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