viernes, 2 de agosto de 2013

DOMINGO DE LA 18 SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, Año C, por Mons. Francisco González, S.F.


Comentario por Mons. Francisco González SF

Una de las cosas que me hace pensar bastante, en la inseguridad de la vida, principalmente ese sentido de inseguridad aumenta cuando la persona fija su vida exclusivamente en este mundo, en lo que hay aquí, en poseer, en acumular.

Siento no tener en estos momentos la información acerca de dónde dura más la vida. La gente más rica, la más poderosa, la más bella, la más famosa también muere, y a veces siendo joven. Hay enfermedades, hay accidentes, hay guerras, hay terrorismo, y así como dice Qohelet, que significa predicador, “vanidad de vanidades, todo es vanidad", o como algunos traducen: “Todo es vaciedad”. Hay quienes que con enormes esfuerzos y sacrificios acumulan grandes fortunas, que después heredan unos hijos o familiares que no han hecho esfuerzo alguno y que despilfarran en corto tiempo.

Jesús, en sus viajes por Galilea vio a esos grandes terratenientes, disfrutando de la vida y de la riqueza que el trabajo de tantos obreros/esclavos les proporcionaba y con los que no compartían nada de esos bienes. Y así cuando alguien le pidió que interviniera en el reparto de la herencia de la familia, Jesús evitó dicha invitación, pero aprovechó para dar una lección magistral sobre la codicia o avaricia, que el Catecismo Católico de Estados Unidos para los Adultos define como: “El apego desordenado a los bienes de la creación, expresado frecuentemente en la búsqueda del dinero u otros símbolos de riqueza, que lleva a los pecados de la injusticia y otros males”.

Jesús al rehusar intervenir en la disputa entre los hermanos, ha querido recordar a todos los que le escuchan que el problema que esos señores tenían estaba basado es la codicia, en la avaricia, en el deseo desordenado de tener. Y como en muchas otras ocasiones recurre a la historieta, al cuentecito, a la parábola.

El terrateniente, el rico con grandes campos, se da cuenta que la cosecha de ese año es mayor que los otros, mucha más grande. Se encuentra con un dilema: ¿qué hacer con todo eso? Y no le viene a la cabeza otra cosa que el derribar los graneros que tiene y construir otros mucho más grandes. Una vez construidos los mira, saborea lo que ve, y echando una ojeada a la enorme extensión del plantío, suelta una carcajada y en voz alta, esperando que alguien le oiga y se muera de envidia, comenta: “Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe, y date buena vida”. Y creyó que no podía haber en el mundo un hombre tan feliz como él.

¡Cuántos hay por ahí como él! Antes de tirar los graneros que ya tenía, podía haber pensado llenarlos, y todo lo que sobrara, lo podía repartir con los obreros para que ellos y sus familias pudieran comer, para que ellos y sus familias pudieran sonreír, para que ellos y sus familias recobraran su dignidad y pasar de necesitados, a por lo menos una vez, sentirse hartos y casi no poderse levantar de la mesa.

Todo eso no le pasó por la cabeza al terrateniente y solo pensaba en el tirarse en la cama después de haber comido y bebido hasta saciarse, y disfrutar de la vida.

Pero alguien en voz alta para que lo oyera bien, le llamó: “Necio”. Y tal vez, como otros muchos en circunstancias semejantes, con una sonrisa en los labios contestó: ¿Yo necesito? Mira todo lo que tengo acumulado, ya no necesito de nada, ni de nadie. Dios volvió hablar: “Esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?”

La reflexión nos puede, nos debe llevar a preguntas que valgan la pena hacerlas: ¿de qué sirve el tener tanto? ¿qué es lo que da verdaderamente sentido a mi vida? ¿acaso creo que mi felicidad está en proporción directa con lo que poseo? ¿cuántas joyas, bonds, cheques, títulos de propiedad, etc., nos van a poner en el ataúd?

Las últimas palabras con que nos deja el evangelio de este domingo son muy claras: “Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”.

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