Isaías 50, 5-9
Salmo 114
Santiago 2, 14-18
Marcos 8, 27-35
Isaías 50, 5-9
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9:
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida.»
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas, me salvó.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Santiago 2,14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Marcos 8,27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Comentario de Mons. Francisco González, S.F.
Obispo Auxiliar de Washington, D.C.
Este es el tercer poema o “cántico del Siervo” (1º lectura). Leyéndolo completo es una gran lección para nosotros. Pareciera que “el siervo” nos indica que la misión que le ha sido encomendada no es fácil, que encuentra resistencia y que cambiar las cosas no es tan sencillo: hay muchos que se resisten.
El “siervo de Yahvé” está dispuesto a sufrir lo que haya que sufrir, de hecho “ofrece sus espaldas, su rostro” para recibir los golpes que quieran darle: las injurias y los escupos. A todo está dispuesto. Está seguro que Dios le protegerá, le defenderá contra todo lo que los malos quieran echarle encima.
¡Qué retrato tan perfecto de lo que a Cristo le tocó vivir! ¿Se podría también aplicar a nosotros? ¿Actuamos con tanta fidelidad a la misión que por el bautismo, todos nosotros hemos recibido?
Continuemos con las preguntas. Jesús (evangelio de hoy) hace una pregunta a los discípulos acerca de la opinión de la gente sobre su identidad. Ellos mencionan personajes del pasado. El Maestro entonces les hace una pregunta que exige una respuesta personal: ¿Quién decís que soy yo?
Pedro que al parecer responde en nombre de todos: lo proclama Mesías. Cabe preguntarnos si Pedro verdaderamente sabía lo que decía, pues al proclamarle como “Cristo”, parece hacerlo de acuerdo con la mentalidad que ellos tenían de lo que el Mesías debía ser: “El libertador”, el restaurador de la gloria de Israel al estilo de David. Sin embargo Jesús, el verdadero “Mesías”, iba en otra dirección.
Después de recibir sus respuestas, Jesús les anuncia que van camino de Jerusalén donde él “sufrirá mucho y será rechazado por los notables, los jefes… y que sería condenado a muerte y que resucitaría al tercer día”.
Semejante declaración de Jesús destrozaba por completo las aspiraciones y esquemas de Pedro -y sus compañeros-, quien por eso se lleva a Jesús a un lado para “reprenderle” por las barbaridades que decía. ¡Pobre Pedro! ¡Pobres apóstoles! ¡Pobres nosotros! Siempre vamos buscando, por lo menos, un poquito de gloria, un poco de algo que nos coloque en el pedestal, un reconocimiento de nuestra valía y, aquí tenemos a Jesús, quien después de haber hecho tanto bien a todos, después de haber sanado a enfermos, consolado a los afligidos, resucitado a muertos, que aún habiendo dado comida a tantos hambrientos, va a terminar mal, pues según dice Él mismo lo van a condenar a muerte.
Tanto Pedro y los otros apóstoles, como muchos de nosotros, miembros del clero incluidos, se nos hace tan cuesta arriba el mesianismo de Cristo que no busca el triunfalismo, sino ser el verdadero “siervo de Yahvé”, el siervo que “da todo para ganar a todos, que pierde su vida para ganarla, que se entrega con toda generosidad para triunfar con toda humildad”.
El seguimiento de Cristo, sólo se puede dar desde la cruz, grande o pequeña, pesada o ligera, pero siempre personal, como la pregunta de Jesús: ¿Quién dices que soy yo? Hay momentos en los que debo estudiar, leer y buscar en los documentos de la Iglesia, en los escritos de grandes teólogos, historiadores y místicos, pero también hay un momento en el que, con todo respeto, cerramos todos esos volúmenes y los colocamos en el librero y ahí a solas, le digo a Jesús quién es Él para mí.
La respuesta requiere un compromiso, como nos recuerda Santiago (2º lectura): “Si la fe no se demuestra con las obras, está completamente muerta”.
Salmo 114
Santiago 2, 14-18
Marcos 8, 27-35
Isaías 50, 5-9
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9:
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida.»
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas, me salvó.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida
Santiago 2,14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Marcos 8,27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Comentario de Mons. Francisco González, S.F.
Obispo Auxiliar de Washington, D.C.
Este es el tercer poema o “cántico del Siervo” (1º lectura). Leyéndolo completo es una gran lección para nosotros. Pareciera que “el siervo” nos indica que la misión que le ha sido encomendada no es fácil, que encuentra resistencia y que cambiar las cosas no es tan sencillo: hay muchos que se resisten.
El “siervo de Yahvé” está dispuesto a sufrir lo que haya que sufrir, de hecho “ofrece sus espaldas, su rostro” para recibir los golpes que quieran darle: las injurias y los escupos. A todo está dispuesto. Está seguro que Dios le protegerá, le defenderá contra todo lo que los malos quieran echarle encima.
¡Qué retrato tan perfecto de lo que a Cristo le tocó vivir! ¿Se podría también aplicar a nosotros? ¿Actuamos con tanta fidelidad a la misión que por el bautismo, todos nosotros hemos recibido?
Continuemos con las preguntas. Jesús (evangelio de hoy) hace una pregunta a los discípulos acerca de la opinión de la gente sobre su identidad. Ellos mencionan personajes del pasado. El Maestro entonces les hace una pregunta que exige una respuesta personal: ¿Quién decís que soy yo?
Pedro que al parecer responde en nombre de todos: lo proclama Mesías. Cabe preguntarnos si Pedro verdaderamente sabía lo que decía, pues al proclamarle como “Cristo”, parece hacerlo de acuerdo con la mentalidad que ellos tenían de lo que el Mesías debía ser: “El libertador”, el restaurador de la gloria de Israel al estilo de David. Sin embargo Jesús, el verdadero “Mesías”, iba en otra dirección.
Después de recibir sus respuestas, Jesús les anuncia que van camino de Jerusalén donde él “sufrirá mucho y será rechazado por los notables, los jefes… y que sería condenado a muerte y que resucitaría al tercer día”.
Semejante declaración de Jesús destrozaba por completo las aspiraciones y esquemas de Pedro -y sus compañeros-, quien por eso se lleva a Jesús a un lado para “reprenderle” por las barbaridades que decía. ¡Pobre Pedro! ¡Pobres apóstoles! ¡Pobres nosotros! Siempre vamos buscando, por lo menos, un poquito de gloria, un poco de algo que nos coloque en el pedestal, un reconocimiento de nuestra valía y, aquí tenemos a Jesús, quien después de haber hecho tanto bien a todos, después de haber sanado a enfermos, consolado a los afligidos, resucitado a muertos, que aún habiendo dado comida a tantos hambrientos, va a terminar mal, pues según dice Él mismo lo van a condenar a muerte.
Tanto Pedro y los otros apóstoles, como muchos de nosotros, miembros del clero incluidos, se nos hace tan cuesta arriba el mesianismo de Cristo que no busca el triunfalismo, sino ser el verdadero “siervo de Yahvé”, el siervo que “da todo para ganar a todos, que pierde su vida para ganarla, que se entrega con toda generosidad para triunfar con toda humildad”.
El seguimiento de Cristo, sólo se puede dar desde la cruz, grande o pequeña, pesada o ligera, pero siempre personal, como la pregunta de Jesús: ¿Quién dices que soy yo? Hay momentos en los que debo estudiar, leer y buscar en los documentos de la Iglesia, en los escritos de grandes teólogos, historiadores y místicos, pero también hay un momento en el que, con todo respeto, cerramos todos esos volúmenes y los colocamos en el librero y ahí a solas, le digo a Jesús quién es Él para mí.
La respuesta requiere un compromiso, como nos recuerda Santiago (2º lectura): “Si la fe no se demuestra con las obras, está completamente muerta”.
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