Estamos ante uno de los grandes personajes de la historia de la Iglesia. Según estimación generalizada hay que esperar hasta S. Agustín para encontrar una personalidad que pudiera superarle. Por cierto, entre estas dos vidas, a mí me parece ver algún paralelismo, salvando las distancias, naturalmente.
El Águila de
Hipona posee una más sólida formación humanística y sus escritos rezuman una teología más profunda y
elaborada, pudiéndose decir que es una figura más reconocida y universal que
Cipriano, pero las similitudes están ahí; ambos proceden del N. de África como
lugar común de origen, tienen unos antecedentes paganos y una juventud
borrascosa, uno y otro proceden de familia en buena situación, los dos buscaron
la verdad con inteligencia recta y corazón leal, para acabar encontrando en el
evangelio la satisfacción cumplida a sus aspiraciones más profundas y así como
Cipriano encontró en el sacerdote Cecilio un lazarillo que le
guiara en medio de las tinieblas, Agustín tuvo a su lado a su madre Mónica y
también a San Ambrosio, obispo de Milán, pero sobre todo el paralelismo entre
ambos lo encontramos en el ejercicio de su labor ministerial como obispos,
cargos a los que llegaron por aclamación popular. Aparte de ser insignes
doctores, también fueron santos pastores en sus respectivas diócesis, que supieron
conducir con prudencia en tiempos nada fáciles.
Cipriano sería
bautizado hacia el año 245 y a partir de aquí su vida cambió por completo.
Repartió sus bienes entre los pobres, dedicándose a la oración, la penitencia y
al estudio de las ciencias sagradas, tomando como maestro y guía a Tertuliano. Habría de pasar poco tiempo del bautismo
cuando le vemos ordenado diácono y sacerdote, para ser consagrado obispo de
Cartago el año 249. Le esperaban tiempos turbulentos a Cipriano en el ejercicio
de este sagrado ministerio, tanto por lo que se refiere de puertas adentro como
de puestas afuera.
Al principio
de su elección había calma, pero no bien pasado un año se decretó una
persecución sangrienta contra los cristianos, en tiempo de Decio, lo que
le obliga a huir y esconderse para salvar la vida, cosa que no le perdonaron
sus adversarios, negándose a aceptar sus justificaciones, pues daban por hecho,
que ello fue un acto de cobardía. Cuando cesó la persecución pudo regresar a
Cartago, pero aquí se encontró con un panorama desolador: negligencia en el
clero, deserciones masivas, siendo muchos los que habían apostatado, no
faltando entre ellos sacerdotes, lo que ponía sobre la mesa un problema
disciplinar de primer orden. ¿Qué hacer ahora? Cipriano junto con el papa
Cornelio era de la opinión de abrir la mano y dejar volver al redil a los lapsis
(apóstatas), pero había una fuerte oposición encabezada por Novaciano
contra esa medida, acusando a ambos de “Libellatici” (Acatadores de las
órdenes del emperador) No fue esto solo, Cipriano tuvo que emplearse a fondo
contra la peste y el hambre que asoló a la ciudad, ayudando, consolando y
exhortando.
Le quedaba a
Cipriano librar una batalla aún más delicada, esta vez contra el papa Esteban
I. Éste defendía que los bautizados por apóstatas, bautizados habían
quedado; en cambio Cipriano sostenía que esto no era así, sino que había que
rebautizarlos nuevamente. Esteban trata de imponerse apelando a la autoridad
que le confiere el ser Papa, pero Cipriano responde que la autoridad del obispo
romano estaba equiparada, pero que no era superior a la suya propia, en vista
de lo cual, Esteban I rompe con Cartago. Cisma a la vista... Quién iba a decir
que el autor "De Unitate Ecclesiae", donde se dice; “Nadie
puede tener a Dios por padre si no tiene a la Iglesia por madre” o “Fuera de la
Iglesia no hay salvación”, se iba a ver en situación tan comprometida.
Afortunadamente, por circunstancias que no son del caso, la cosa no pasó a mayores.
Por si fuera
poco, en el año 257 el emperador Valerio decreta una persecución más
encarnecida que la anterior. El procónsul, Paterno ordena comparecer a Cipriano
y después de interrogarlo decide desterrarlo a Curubis. Unos meses más tarde,
el sucesor de Paterno, Galerio Máximo, le vuelve a reclamar para acabar
dictando sobre él la sentencia fatal: “Cipriano, queda condenado a muerte. Le
cortarán la cabeza con una espada". A lo que Cipriano respondió:
"¡Gracias sean dadas a Dios!" Llevado al lugar de la ejecución, cayó
de rodillas y se preparó para entregar su alma al Altísimo, no sin antes
ordenar que se le dieran al verdugo veinticinco monedas de oro.
Reflexión
desde el contexto actual:
Sin que ello
suponga empañar para nada la grandeza de este mártir y confesor, puede decirse
que algunos aspectos de su recia y fuerte personalidad podrían ser susceptibles
de enjuiciamiento desde la óptica especial de nuestro tiempo, después de haber
pasado tantos siglos. Su enfrentamiento con el Papa Esteban I, en los términos
que lo planteaba Cipriano, no deja de ser un tema sensible que merecía la pena
estudiar en profundidad. En la actualidad no deja de haber casos así. Estamos viendo cómo, con relativa frecuencia,
se producen enfrentamientos al más alto nivel eclesial. Oímos hablar incluso de
que el frente anti-Bergoglio no está constituido por un solo obispo disidente,
sino que en palabras del cualificado vaticanista Marco Politi "No son una
minoría. El 30% del clero, los obispos y los laicos más comprometidos en el
mundo están en contra de Francisco”.
Autor: Ángel Gutiérrez Sanz
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