lunes, 22 de mayo de 2017

Juan 15,26-16,4a: El odio del mundo

Juan 15,26-16,4a

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto, para que no tambaleéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho."

— Comentario por Reflexiones Católicas
"El odio del mundo"    

La sección precedente se ocupó del amor entre Jesús y sus discípulos y del mutuo amor entre los creyentes, el pequeño grupo unido con él por el amor, la obediencia y la oración. Pero estos discípulos viven en el mundo. Ya tenemos el punto de apoyo para el contraste. Lo contrarío del amor es el odio.

Jesús ha hablado de la vida de los discípulos, es decir, de la Iglesia (aunque está palabra nunca es utilizada en el cuarto evangelio); lo opuesto a la Iglesia, en el pensamiento joánico, es el mundo. Los discípulos son amigos de Jesús, son amados por Jesús; son odiados por el mundo. Los discípulos lo conocen y conocen al Padre; el mundo no.

La primera experiencia de la Iglesia fue la persecución. Los cristianos fueron perseguidos, primero por los judíos y después por los gentiles. El evangelista, utilizando las palabras de Jesús, afirma que la persecución y el odio son normales en el cristiano. ¿Razón? Porque no son del mundo, no le pertenecen. El mundo sólo ama a lo «suyo».

Ahora bien, los cristianos son de Cristo y con su estilo de vida ponen en evidencia la conducta del mundo. ¿Cómo podría amarlos el mundo? Téngase en cuenta que la separación entre la Iglesia y el mundo no tiene un sentido o significado social sino teológico.

Pero hay más. El siervo no es más que su señor. No puede correr mejor suerte. La persecución y el odio del mundo eran considerados en la época como algo inevitable. Era una herencia que llegó a los cristianos desde el judaísmo. Esta era la forma judía de considerar la historia. La persecución y el odio formaban parte de la necesaria intensificación del mal, que era una especie de preludio del juicio último.

Desde esta perspectiva judía se comprende por qué el siervo no puede correr mejor suerte que su señor. Jesús vivió entre la animosidad y la persecución; murió crucificado. ¿Qué puede esperar el discípulo, que es heredero de su palabra, de su mensaje, y anunciador de aquello mismo que a Jesús le llevó a la muerte?

Sin embargo, no todos rechazan y odian a Jesús. Así ocurrió ya cuando vivió entre los hombres. Muchos lo amaron. Y lo amaron por razón del testimonio que dio a favor del Bautista y por el testimonio de Jesús mismo. Ahora se afirma que es necesario que siga el testimonio para que continúe el amor. Por esta razón se introduce en la sección el tema del Abogado.

El Paráclito, el Abogado, dará testimonio. Él traerá a la memoria de los discípulos, profundizándolas e interpretándolas las palabras de Jesús (14,26) y así los transformará en verdaderos testigos. La presencia del Espíritu añadirá a sus experiencias personales de testigos oculares la plena inteligencia de lo que presenciaron. Así su testimonio adquirirá todo el valor que se requiere en la persona del testificante: el pleno conocimiento de la causa a favor de la cual da testimonio.

Los Sinópticos recogen profecías concretas de Jesús sobre las persecuciones y tribulaciones por las que la Iglesia tiene que pasar. Juan únicamente menciona estas dos. “Os expulsarán de la sinagoga”. Es la actitud definitiva del judaísmo frente al cristianismo sobre el que había lanzado la sentencia de excomunión. Esto tuvo lugar no antes del año 70: excomunión de la sinagoga, del judaísmo oficial, para todo aquél que reconociese en Jesús al Mesías de la fe cristiana. Este acontecimiento posterior se prevee ahora.

“El que os quite la vida creerá que presta un servicio a Dios”. Los judíos creían que, en determinadas circunstancias, era un grave deber religioso castigar la blasfemia con la muerte. Y, naturalmente a los cristianos los consideraban como blasfemos (ver Flp 3,6). Eran los males inminentes que caían sobre un judío que se hubiese convertido a la fe cristiana. Era la amenaza constante que pesaba sobre los judíos que hablaban griego, en las comunidades judías en las que residían, y que se convirtiesen al cristianismo y precisamente por haberse convertido. 

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