sábado, 7 de septiembre de 2013

23 DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, C, por Mons. Francisco González, S.F.



Comentario por Mons. Francisco González, S.F.

Estamos comenzando la vigésima tercera semana del Tiempo Ordinario. Como siempre, la Palabra de Dios nos ofrece una oportunidad para la reflexión personal, eclesial o comunitaria. La Liturgia de la Palabra comienza hoy con un pasaje del libro de la Sabiduría: “¿Quién puede entender los designios de Dios?”

Nadie los conoce, nosotros somos incapaces, nos confundimos fácilmente aún con las cosas y situaciones de este mundo. Si somos humildes, o sea, amantes de la verdad, nos daremos cuenta cómo nos hemos equivocado innumerables veces al emitir juicios u opiniones sobre otros, aunque en el momento de hacerlo, lo dijimos como si fuera dogma de fe. Nuestra mente es limitada y por lo tanto nuestro conocimiento no es perfecto, ¿por qué extrañarse entonces de que no podamos conocer los designios de Dios?

Desde el momento que tuvo lugar el pecado original, parece que el cuerpo ata el espíritu: “El vivir en casa de barro hace pesado el espíritu con sus mil pensamientos”, (1ª lectura) pero, como nos indica la misma lectura, “podemos conocer la voluntad de Dios porque nos ha enviado de lo alto su Espíritu Santo”.

Por tanto: ¿Quién puede saber lo que Dios quiere? El que ora, el que escucha Su Palabra, el que abre su mente y corazón a los dones del Espíritu de Dios.

En la segunda lectura, tomada de la carta a Filemón, vemos a un San Pablo expresándose en una forma muy humana. Él está en la cárcel y allí, como Él dice, “dio vida a Onésimo”, un esclavo que se había escapado de su dueño. Onésimo ha aceptado la fe y ahora Pablo lo envía a su antiguo dueño y le pide que lo trate, no como esclavo, sino como hermano querido y “aunque por un tiempo lo había perdido, ahora lo puede recuperar para toda la eternidad”. En esta carta de Pablo, la más corta de las que escribió, podemos ver que el ruego que hace a Filemón es el mismo que nos dirige a toda la comunidad cristiana: “Trataos como hermanos”, no puede ser de otra forma.

Ya llevamos con este domingo, once semanas acompañando a Jesús y sus discípulos en su viaje a Jerusalén. Hoy lo mismo que el evangelio del décimo-tercer domingo nos habla del discipulado y de la radicalidad del mismo: “¿Quieres ser mi discípulo?” Si de veras lo quieres, dice Jesús, carga con tu cruz y sígueme, enseñándoles a las multitudes la difícil tarea de la cruz. La cruz es esencial para ser discípulo del Señor; ser discípulo requiere un plan cuidadoso de formación. En algún lugar he leído algo muy verdadero: “Un cristianismo sin cruz no es más que pura elucubración de filósofos”.

La Buena Nueva del evangelio no es la filosofía de Cristo o su teología, sino la persona de Jesús mismo y nuestro compromiso es con su persona primero y ante todo.

Cruz, una palabra fuerte que nos habla de un misterio profundo y que sólo los que verdaderamente desean seguir a Jesús la cargan y la abrazan. Hay otros que la llevan también, pero esas cruces, en minúscula, vienen de la joyería y no fueron hechas en el Calvario.

El seguimiento de Jesús requiere renuncia y desprendimiento, pide un amor preferencial por Jesús, demanda abrazar-cargar con la cruz, sin olvidar la perseverancia.

“Cargar con la cruz”, finalmente, no supone buscar o ir detrás de dificultades y darse de coscorrones para la mayor gloria de Dios, eso no tiene sentido, sino más bien es vivir la vida de cada día de acuerdo con las exigencias del Reino y al estilo como Jesús vivía, pues no solamente él va delante, sino principalmente ÉL ES EL CAMINO.

En su primera homilía, el papa Francisco nos dijo: "Sin la Cruz de Cristo, somos mundanos, no discípulos".

Alguien ha definido a Dios como “un buscador”: Dios busca y sale al encuentro del hombre. Démosle gracias que nos busca, no vestido con la túnica de juez, sino en su desnudez desde la cruz.

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