domingo, 12 de octubre de 2014

Domingo de la 28 Semana del Tiempo Ordinario, año A, por Mons. Francisco González, S.F.



Pienso, y no creo equivocarme por mucho, que la lectura del libro del Apocalipsis pone la piel de gallina, como se suele decir, a muchas personas. He oído algunas prédicas en la televisión que verdaderamente te hacen temblar. Incluso el Diccionario de la Lengua Española define apocalíptico como “dicho de lo que amenaza o implica exterminio: terrorífico, espantoso”. Sin embargo este libro fue escrito, principalmente, para dar esperanza a un nuevo pueblo, que al final el bien triunfará sobre el mal, y Dios sobre el demonio.

La primera lectura está tomada de lo que algunos llaman el “Apocalipsis de Isaías”. Estos cinco versículos son de lo más bello y consolador. En él se describe lo que el Señor va a celebrar: un banquete de manjares suculentos, de vinos de solera, de manjares exquisitos, y vinos refinados. Sólo de pensarlo uno no puede evitar una gran sonrisa y frotarse las manos.

¿Por qué toda esa celebración? Simplemente porque el Señor, en ese mismo monte, destruirá la mortaja, el sudario y la muerte. Las lágrimas y el oprobio también desaparecerán. Hay que hacer fiesta porque el Señor nos ha salvado.

El santo evangelio de hoy también nos presenta una gran enseñanza que Jesús explica tomando como tema la boda del hijo del rey. Como no puede ser menos ha preparado un banquete y manda a los criados a los que habían sido invitados anunciándoles que “mi banquete ya está preparado, vengan ya”.

La reacción de los invitados es de lo más raro y encontramos tres respuestas: unos simplemente no quieren ir, otros se vuelven violentos y golpean a los emisarios, incluso los matan, y el resto se fueron a sus negocios.

No menos extraño es el comportamiento del rey pues manda a sus tropas detrás de todos esos antiguos invitados para que acabasen con ellos, y en vez de cancelar el banquete, que como muy bien él dice, está preparado, envía de nuevo a sus criados a buscar gente por los caminos, de hecho a invitar a todos aquéllos con los que se crucen por las vías, calzadas, veredas, calles. Y así trajeron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala se llenó.

El rey todo feliz porque el banquete de la boda de su hijo se iba a celebrar y como buen anfitrión, se paseó por la sala saludando a los comensales en cada una de las mesas, cuando en una de ellas se encuentra con uno de los comensales que no “llevaba el vestido de bodas”. Después de preguntarle la razón y ante el silencio del hombre, el rey lo mandó atar de pies y manos y lo arrojó fuera a las tinieblas. Otra cosa extraña de esta parábola, pues si ibas de camino y te invitan a un banquete y debes ir ya, ¿cómo y dónde puedes conseguir el traje?

Algunos puntos para una reflexión posterior y más detenida. Dios nos llama, y nos ha llamado a la vida y a la salvación. A la vida, pero como dice Jesús, a una vida en plenitud. ¿Cómo respondemos al llamado de Dios? ¿rehúso responder al Señor? ¿maltrato a los mensajeros o me deshago de ellos para no tenerles que escuchar? ¿o estoy tan comprometido en otras cosas que no tengo tiempo para Dios?

Es muy posible también que haya aceptado dicha llamada, pero ¿me he presentado con el vestido o traje que las circunstancias lo requieren? El aceptar la invitación del Señor, siempre exige un cambio de mi parte. Al aceptar la invitación a una boda, siempre hay que hacer un regalo. ¿Qué estoy yo dispuesto a ofrecer al que me invitó al banquete/boda/salvación?

La idea del rey de invitar a los que andaban por los caminos se podría interpretar como invitación a gente que no se ha casado con nada, ni con nadie, gente que es libre. ¿Eres libre para aceptar la invitación que te viene de Dios?

Tal vez sea este un momento propicio para examinar nuestras ataduras, los vínculos que nos sujetan, las trabas que nos encadenan. Mientras el globo esté amarrado, no va a poder ascender.

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