sábado, 18 de junio de 2011

Santisima Trinidad: Retrato de Familia, por Mons. Jesus Sanz Montes, OFM, Arzobispo de Oviedo.

Lo han intentado tantos artistas con sus pinceles, sus buriles, sus plumas y sus pentagramas. Cada cual ha querido plasmar artísticamente la belleza de Dios. Pero ¿cómo es Dios? Estamos ante una de las fiestas más importantes de nuestro credo cristiano, y sin embargo ante una de las más distantes y extrañadas.


La fiesta de este domingo, la Santa Trinidad, y las lecturas bíblicas de su misa, nos permiten reconocer algunos de los rasgos de la imagen de Dios a la cual debemos asemejarnos. En primer lugar, Dios no es solitariedad. El es comunión de Personas, Compañía amable y amante. Por eso no es bueno que el hombre esté solo: no porque un hombre solo se puede aburrir sino porque no puede vivirse y desvivirse a imagen de su Creador.

Lógicamente, esta comunión de vida no es un simple amontonamiento, ni un juntarse para extraños intereses, sino que la compañía que se refleja en Dios, modelo supremo para la nuestra, está llena de amor, para amar y para dejarse amar. Es lo que Pablo deseará a los cristianos de Corinto: que el amor de Dios y su paz esté siempre con ellos (2Cor 13,11). Por ello, el segundo rasgo que brilla en la Trinidad, es precisamente el amor. Nuestro Dios ha querido ser “vulnerable” al amor y por el amor. No es un Dios ausente, lejano, arrogante, inaccesible. Se nos ha revelado con entrañas de misericordia y rico en compasión (Ex 34,7).

Y el tercer rasgo de la imagen de Dios que aparece en esta fiesta, es lo que dice Jesús en el Evangelio, cuando nos explica hasta qué punto llegó el amor de Dios por los hombres, por cada hombre concreto: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). Lo que Dios quiere y desea, la razón por la que nos ha amado hasta la entrega doliente de su Hijo bienamado, el único, es para que nosotros podamos vivir, para siempre, sin perecer en ninguna forma de fracaso fatalista. Este tercer rasgo de Dios es el de la esperanza que se traduce en felicidad eterna.

Nuestra fe en el Dios en quien creemos no es la adhesión a una rara divinidad, tan extraña como lejana, sino que creyendo en Él creemos también en nosotros, porque nosotros –así lo ha querido Él– somos la difusión de su amor creador. Amarle a Él es amarnos a nosotros. Buscar apasionadamente hacer su voluntad, es estar realizando, apasionadamente también, nuestra felicidad. Desde que Jesús vino a nosotros y volvió al Padre, Dios está en nosotros y nosotros en Dios... como nunca y para siempre.

Mirar la Trinidad y mirarnos en Ella, como un gran retrato de familia, la familia de los hijos de Dios, haciendo un mundo y una historia que tengan el calor y el sabor de ese Hogar en el que eternamente habitaremos: en compañía llena de armonía y de concordia, en esperanza nunca violada ni traicionada, en amor grande y dilatado como el Corazón de Dios.


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