viernes, 25 de febrero de 2011

Domingo 8 del tiempo ordinario, año A, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F.

Isaias 49,14-15
Salmo 61
1 Corintios 4,1-5
Mateo 6,24-34

En las grandes ciudades donde la vida social (cenas, banquetes, bailes) es el pan nuestro de cada día, hay quienes sufren tremendamente pues se pasan los días esperando la invitación, que en algunas ocasiones llega y en otras no. Algo parecido sucede en la política, especialmente después de unas elecciones cuando se espera la llamada del elegido para ofrecernos un puesto en su nueva administración. La llamada que hemos estado esperando nos hace sonreír, lo contrario nos causa pena: “se han olvidado de mí”.

Para el pueblo de Israel el exilio ha sido algo devastador, y todas aquellas hazañas de Dios a favor de su pueblo, no son suficientes para contentarlo: “Me ha abandonado Dios, el Señor se ha olvidado de mí”.

La experiencia de ser olvidado puede enriquecer nuestra vida con esa gran lección de humildad que nos ayuda a entrar en nosotros mismos. También nos puede hundir, y por eso el Señor responde inmediatamente: “¿Acaso olvida una madre a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas?"

Dios toma enseguida sus sentimientos maternales, el amor más fuerte que existe, y recuerda a su pueblo que aunque una madre se olvidara de su hijo (algo casi imposible) él nunca lo hará. Dios nunca se olvida de nosotros, aunque haya momentos que nos lo parezca, pues es imposible para el amor de Dios olvidarse del fruto de sus entrañas.

Confiar en Dios es nuestro llamado, es nuestro destino, lo cual nos lleva a esa estrecha relación con él, que es verdadera comunión.

Continuamos con el Sermón de Monte en la lectura evangélica. Un pasaje más que podemos dejarlo de lado pues nos parece una exageración, o puede también hacer que hagamos un alto en el camino de nuestra vida y entremos en la narración que nos ofrece Mateo. Todo el Sermón de la Montaña nos ofrece un cambio radical de forma de pensar y actuar, pues no es simplemente hacer una decisión entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor.

Es muy difícil, imposible, servir con fidelidad a dos amos que no se entienden, pues llegará el momento que uno debe decidir por uno o por el otro, y llegará fácilmente a odiar a uno y amar o servir al otro.

El Señor ha venido a establecer el Reino de Dios, lo anunció, lo explicó, lo presentó. Muchos seguimos todavía trabajando para el reino nuestro, el de aquí, el de las satisfacciones inmediatas, el que nos proporciona, creemos nosotros, gozo inminente.

Estamos preocupados por el comer, vestir, divertirse, avanzar en nuestra carrera, el adquirir prestigio, en conseguir honores todo lo cual se quedará por aquí, sin embargo al preocuparnos por el reino de Dios actuamos, primero y ante todo, para que él sea glorificado, y después para que haya justicia, para que los líderes mundiales trabajen por una justa distribución de los bienes y todos puedan comer, para que las ciencias y tecnologías contribuyan no sólo a añadir años a la vida, sino principalmente calidad a la misma.

Al trabajar por el Reino, o sea por crear un mundo justo, dedicado a la verdad, viviendo de acuerdo a la voluntad de Dios, donde se busca la paz y reina el amor, es confiar en el Dios que como madre “no nos va a olvidar”. Y así como él no nos olvida, nosotros tampoco nos olvidamos en él proclamando nuestra confianza en el que nos salva.

La lectura y reflexión de este pasaje evangélico de San Mateo podría servirnos a todos a cuidar y usar las cosas de este mundo de acuerdo con nuestras verdaderas necesidades y no basados en el capricho que conduce al desperdicio y destrozo de gran parte de nuestro planeta y de sus recursos, todo lo cual fue creado por el Dios que nos ama.

No hay comentarios: