jueves, 22 de marzo de 2012

5 DOMINGO DE CUARESMA, B

Comentario de Mons. Francisco González, S.F.



Unos días más y entraremos en la "semana de las semanas", la Semana Santa. Los eventos que narra el evangelio de hoy suceden después de haber entrado Jesús en Jerusalén. Faltan unos poquitos días para celebrar la Pascua, y la ciudad está llenándose de gente que ha venido para dicha fiesta. Entre ellos se encuentran unos griegos procedentes de Betsaida de Galilea. Betsaida es una ciudad donde se dan toda clase de creencias, y estos griegos son del grupo denominado "los que creen en Dios", o sea, simpatizantes de la religión judía. Ellos se acercan a Felipe, su paisano, con una petición: "Quisiéramos ver a Jesús".

Felipe comunica dicho deseo a Andrés y ambos se acercan a Jesús a quien informan de este grupo de paganos que le quiere ver.

No sabemos si Jesús les dio cita o no, pero sí podemos ver que Jesús aprovecha la ocasión para de nuevo explicar cómo va a suceder su "glorificación."

La afirmación "ha llegado la hora" podría indicar para algunos, el gran triunfo de Jesús que acaba de entrar en Jerusalén entre las aclamaciones de gran parte de los ciudadanos y de extranjeros que estaban en la ciudad de Jerusalén por esos días.

"La hora" no es ese momento de cambio de gobierno, de transferencia de poderes políticos, sino más bien de cumplimiento de la voluntad del Padre acerca del misterio de la Redención, y por eso, no habrá corona de laurel y oro, sino más bien un arrastre por el camino de la amargura; no habrá manto real de púrpura y brocado, sino más bien la completa y vergonzosa desnudez; no habrá trono real donde sentarse y recibir la pleitesía de todos los vasallos, sino una cruz donde será colgado entre criminales para risa de algunos, perplejidad de otros, dolor de la madre y de los amigos verdaderos y de salvación para todo el que le busca. ¡Quisiéramos ver a Jesús!

"La hora" es un momento crucial en nuestras vidas. En el nuevo testamento se refiere principalmente a la muerte y resurrección del Señor, y aunque es parte del momento en que Jesús muere, lo es también de su gloriosa resurrección, ambas van juntas lo mismo que para que el grano de trigo dé fruto, debe morir antes.

El Señor habla de su muerte fecunda y se compara a sí mismo con un grano de trigo. Es necesario que para dar fruto Él se entregue a sí mismo, que se hunda en la tierra y que explote como el grano. Sólo así podrá dar paso a una nueva vida, podrá producir "fruto abundante", fruto de redención para la humanidad entera, fruto de vida eterna para todos los que crean en Él.

El evangelio lo dice y la vida lo confirma: el que sólo piensa en sí mismo está condenado a que pierda el valor de su propia vida por no haberla querido compartir. El egoísmo hace la vida estéril, infecunda, árida.

El que "busca a Jesús" y lo busca desde lo más profundo del propio ser, tiene que darse cuenta que podrá "estar siempre con Jesús", con el Jesús resucitado y triunfador, pero también con el Jesús cuya alma "está agitada y que presenta sus oraciones con gritos y lágrimas" (2ª lectura), con el Jesús aclamado por la gente en su entrada a Jerusalén y con el Jesús abucheado en su salida de la misma ciudad camino del Calvario.

"La hora" del triunfo para Jesús, es su crucifixión y su resurrección. Si verdaderamente "queremos ver a Jesús" necesitamos buscarlo en su obediencia al Padre, una obediencia basada en el sufrimiento y que lo llevó a la consumación, y por la que se convirtió "en autor de nuestra salvación" (2º lectura).

¡Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias! (Sal. 50)

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