viernes, 3 de diciembre de 2010

Segundo domingo de Adviento, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F.

Segundo Domingo de Adviento, Año A

Es bien esperanzador hacer una lectura pausada y reflexionar sobre la primera lectura de este segundo domingo de Adviento. Nos presenta cómo serán las cosas cuando venga el que va a gobernar, pero que invita a todos a participar de ese nuevo orden. Sobre él, como sobre todos aquéllos que han sido llamados, reposará el espíritu del Señor. ¿Qué caracteriza ese Espíritu?

El Espíritu está lleno de sabiduría, de inteligencia, de consejo, de fortaleza, de ciencia y del temor del Señor. Este “brote del tronco de José”, poseedor de dichas cualidades ejercerá su poder, su gobierno, su servicio, su ministerio basándose en las virtudes de la justicia, de la rectitud y de la fidelidad, especialmente con los desamparados, con los pobres y así creará una armonía donde “nadie hará el mal ni causará daño alguno”.

¡Qué extraordinario panorama! Y si nos paramos a reflexionar, la cosa no parece tan difícil, incluso para nosotros del siglo XXI. Aceptando la Palabra de Dios se puede conseguir toda esa armonía, paz, tranquilidad y entendimiento entre todos los seres humanos, empezando por aquéllos con los que vivimos o nos asociamos.

La segunda lectura (Pablo a los romanos y a nosotros) nos recuerda que las Escrituras nos producen consuelo y esperanza, y añade: “Dios, por su parte, de quien proceden la perseverancia y el consuelo, les conceda vivir en armonía a ejemplo de Cristo Jesús, para que con un solo corazón y una sola boca alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo."

Este es el reto que nos hace el apóstol, hacernos como Cristo, tener sus sentimientos y así podremos vivir en paz y entendimiento unos con otros dejando de lado esa mala costumbre de juzgar a los demás por apariencias y rumores que simplemente son alimento para el chisme que mina y destruye las buenas relaciones, incluso entre las personas más allegadas.

¿Qué hacer pues? El evangelio es clarísimo. Juan el Bautista que viene del desierto y allí comienza su predicación, el anuncio de lo que ya había profetizado Isaías grita: Conviértanse, porque ha llegado el reino de los cielos.

La misión de Juan es profética, su indumentaria es de profeta, del profeta que recuerda a su audiencia lo que deben hacer si quieren encontrar el camino de salvación: Conviértanse. Más y más lo vamos a oír al caminar con las Escrituras, que los caminos de Dios no son los del hombre, y que la diferencia es como la distancia entre los cielos y la tierra. Hay quienes se acercan al profeta pues quieren participar de ese reino, pero él los descubre, les quita las máscaras que llevan puestas y los llama por su nombre: ¡Razas de víboras! Víboras que se arrastran por el suelo, que no pueden elevarse y que son venenosas. Así describe a los fariseos y saduceos que se acercan a él para que les eche un poco de agua, como si eso fuera suficiente.

La conversión de la que habla Juan y que también Cristo hablará después, es algo más profundo, porque este brote de Jesé no va a juzgar por las apariencias, él quiere penetrar en lo más íntimo del ser humano, y la entrada en el reino de los cielos que anuncia Juan el Bautista requiere un cambio radical, un bautismo en el Espíritu Santo y fuego, fuego purificador, que incluso puede dejar las apariencia intactas, pero el interior ha sido completamente renovado, así como una casa un tanto descascarillada por fuera pero que ha sido pintada, renovada, amueblada por dentro, donde los inquilinos viven en paz, armonía y muy confortables.

Es necesario orar para que a nivel personal y comunitario nos convirtamos abriendo nuestro corazón a la influencia del Espíritu Santo, y unidos como hermanos ayudemos a transformar este mundo en el reino de los cielos anunciado por Juan, incluyendo aquellos que se sienten desamparados y rechazados, dando esperanzas de un mundo mejor a ellos, a los mayores y a los jóvenes para que llenos de esperanza caminen con los pulmones llenos del aliento del Espíritu y el corazón abierto al amor, caminando en familia hacia la Casa del Padre.

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