sábado, 13 de febrero de 2016

Salmo 90: Oración del que se sabe Hijo de Dios

Salmo 90: Está conmigo, Señor, en la tribulación

Tú que habitas al amparo del Altísimo,
que vives a la sombra del Omnipotente,
di al Señor: "Refugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en ti."
R. Está conmigo, Señor, en la tribulación

No se te acercará la desgracia,
ni la plaga llegará hasta tu tienda,
porque a sus ángeles ha dado órdenes
para que te guarden en tus caminos.
R. Está conmigo, Señor, en la tribulación

Te llevarán en sus palmas,
para que tu pie no tropiece en la piedra;
caminarás sobre áspides y víboras,
pisotearás leones y dragones.
R. Está conmigo, Señor, en la tribulación

"Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré porque conoce mi nombre,
me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación,
lo defenderé, lo glorificaré."
R. Está conmigo, Señor, en la tribulación

— Comentario por Reflexiones Católicas

Este salmo es un canto de alabanza hacia el hombre que sabe vivir en el secreto de Dios. Es tal la intimidad que tiene con Él, que aun en las más terribles pruebas tiene la suficiente confianza para decirle: ¡Refugio mío, alcázar mío! «Tú que habitas al amparo del Altísimo, y vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: “¡Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti!”».

Ya desde estos primeros versículos, nuestros ojos se vuelven veloces hacia Jesucristo. El vivió su secreto en el Padre de quien brotó la fuente de sabiduría que orientó sus pasos en el cumplimiento de su misión.

En el Señor Jesús, más que en ningún otro ser humano, se cumple la palabra de Dios cuando nos anuncia que «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yavé mira el corazón» (1Sam 16,7).

La mirada de los hombres sobre Jesucristo no fue capaz de ver en Él más que al hijo de un carpintero (cf. Mt 13,55). A partir de entonces, esta mirada se hizo cada vez más necia e insensata hasta que dio lugar al juicio que le llevó a la crucifixión. Jesús, prisionero de la confusión provocada por tanto juicio inicuo, apoyó su espíritu en Aquel, el único que le conocía verdaderamente, Aquel cuyos ojos traspasaban las apariencias y alcanzaban su corazón: su Padre.

Recordémosle en el huerto de los Olivos, En plena noche, cuando sus discípulos Pedro, Santiago y Juan caen vencidos por el sueño, Jesús, aun adueñándose el temor de todo su ser, saca del tesoro secreto de su corazón la oración más profunda que pueda generar la fe: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).

Esta oración no es la de un héroe, sino la de alguien que se sabe Hijo de Dios. Por ello y consciente de su cercana y terrible muerte, sabe que su Padre no dejará de ser su roca de salvación, En este atar su voluntad a la voluntad de su Padre vemos el cumplimiento del salmo al proclamar: «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí. Le protegeré, pues conoce mi nombre». 

Abrazarse a Él, atarse a su voluntad, este fue el gesto y la decisión de Jesús cuando fue conducido a la muerte. Abrazado primeramente a ella, esta tuvo que dejar su presa ante el acto amoroso del Padre que le arrancó del sepulcro.

Volvemos al salmo para escuchar este anuncio: «El me invocará y yo responderé. Con él estaré en la angustia. Lo libraré y lo glorificaré». Oímos a Jesús pronunciando el nombre del Padre casi al borde de la desesperación: ¡Padre, por qué me has abandonado! Sobrepuesto de la tentación, volvió a pronunciar su nombre con la certeza de su salvación, sabía que Él le glorificaría. Confesó como testigo con esta invocación la lealtad y fidelidad del Padre: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». En tus manos, en tu fuerza, en Ti, que eres el único que me ha conocido, acompañado y consolado; en Ti, el único que, mirando mi corazón, me has hallado inocente; en Ti, el único en quien mis secretos mesiánicos han encontrado eco; en ti deposito mi vida y mi esperanza. ¡Tú me levantarás del sepulcro!

Sabemos por el evangelio de san Lucas (24,1-8) que, al amanecer del domingo, unas mujeres se dirigieron al sepulcro con perfumes y aromas. Al entrar y hallando el sepulcro vacío, dos ángeles les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado.

¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Eso fue lo que oyeron las mujeres. ¿Cómo iba a permanecer en la muerte alguien que ha puesto toda su confianza en Dios? El Dios que tuvo siempre misericordia de toda la humanidad, incluida Israel, de todos sus pecados e idolatrías, ¿no iba a actuar en el único que mantuvo su inocencia? Habiendo cumplido el Hijo la voluntad del Padre, voluntad que le llevó hasta la muerte y muerte de cruz, ¿iría ahora a defraudar la esperanza del que dio la vida con la certeza de recuperarla? ¿Cómo iba a dejarle a merced de la muerte? La esperanza de vida eterna de Jesucristo hacía parte de sus secretos con el Padre. Por eso el Padre quiso que las mujeres oyeran: ¡no busquéis entre los muertos al que está vivo! ¡No busquéis entre los derrotados al vencedor! ¡No busquéis entre los condenados por malhechores al que yo he declarado santo!

Los apóstoles, testigos de la obra gloriosa del Padre en su Hijo, la anuncian. Lo vemos, por ejemplo, en la siguiente predicación de Pedro: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilatos…. 

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