viernes, 6 de enero de 2012

Navidad/ Epifanía del Señor, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F., Obispo Auxiliar de Washington, D.C.

Isaías 60,1-6
Salmo 72
Efesios 3,2-3.5-6
Mateo 2,1-12


En esta fiesta de la Epifanía del Señor hay la costumbre en algunos lugares que después de la lectura del evangelio se anuncian las fiestas movibles que se celebrarán en el año que acabamos de comenzar, y que coincide con la bendición y distribución de calendarios. Una ceremonia pequeña y que no se hace con frecuencia, pero que tiene su significado.

Otra celebración, y ésta más popular ha sido la fiesta de los Reyes Magos, que continúa celebrándose en muchos lugares, pero el 6 de enero, cuando esos santos varones que la tradición da los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar nos traen regalos, como aquellos sabios de Oriente que siguiendo la estrella caminaron hacia Belén donde encontraron al Niño Jesús y a quien ofrecieron oro como a rey, incienso por ser Dios y mirra como a hombre.

La liturgia de la Palabra hoy tiene un claro sentido universalista, comenzando con el profeta Isaías que escoge Jerusalén para proclamar el universalismo del Señor, que su Dios, el Dios del profeta es Dios de todos. No de un pueblo, o una raza. No, él es el Señor de todos los pueblos y razas, y por eso todos vienen a Jerusalén, él es la luz que irradiará los caminos y por los que pasará toda la gente.

El apóstol Pablo entra también en este tema de universalidad. Habla cómo ha sido llamado y enviado a los gentiles, a todos esos que no pertenecen al Pueblo Elegido, a toda esa gente sin Dios, a los que se han olvidado de él, a los que lo han rechazado, a los que nunca lo han conocido para proclamarles ese misterio que le ha sido revelado, o sea el Evangelio Buena Noticia, el hecho que Dios quiere que todos se salven y que Pablo les recuerda que en Jesucristo los gentiles también son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa.

Entramos en la tercera lectura que la liturgia nos ofrece hoy y que está tomada del Evangelio de Mateo. El relato que leemos se refiere a cómo esos tres reyes, magos, sabios, como se les quiera llamar salen de sus casas y se encaminan hacia donde les guía la estrella, ellos conocen esos seres del universo, y la siguen pues buscan la Verdad, pero con mayúscula y así cuando después de un largo viaje, pidiendo ayuda para encontrar lo que buscaban, algo peligroso en ocasiones, finalmente se encuentran ante ese Ser Supremo, ante la Verdad, ante la Palabra de la que nos habla San Juan, y así sin pensarlo dos veces al entrar en la casita y ver al niño con María, se arrodillaron y le adoraron. Habían encontrado la Verdad, el Camino, la Vida y la adoraron. Inmediatamente le ofrecieron sus riquezas, que representaban su propia persona, y por eso podemos concluir del hecho que no solamente ofrecieron sus riquezas, sino que se ofrecieron ellos mismos, se pusieron a la disposición de la Verdad, con mayúscula, siguieron la ruta que el Camino, con mayúscula les trazaba, y vivieron de la Vida, con mayúscula, que acababan de adorar.

Esta lectura evangélica que posiblemente nos la hemos aprendido casi de memoria, por lo simpática que es, por la ilusión que crea, por la esperanza que nos da, también nos puede, nos debe hacer reflexionar. Aquellos sabios se arrodillaron y adoraron a Jesús. Nosotros nos podemos hacer la pregunta: ¿ante qué o quién me arrodillo yo? ¿a qué o a quién adoro yo?

Cuando observamos el comportamiento humano, da la impresión que hay muchos de dioses, pero en minúscula, que siguen siendo adoramos, pero en los que no hay vida, pues ni ven, ni oyen, ni aman pues carecen de ojos para ver al hombre y contemplar a Dios; les faltan oídos para oír el grito del hombre y la Palabra de Dios; no han llegado a ser solidarios con el hermano y hermana, y no aman al Dios de la vida, porque no tienen corazón. ¡Pobres de los que se contentan con tan poco! Gracias, Señor, por darnos tanto.