martes, 16 de febrero de 2016

Isaías 55,10-11: Fe en la Palabra de Dios

Isaías 55,10-11

Así dice el Señor: "Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo."

— Comentario por Reflexiones Católicas

El capítulo 55 del Libro de Isaías concluye la serie de oráculos del Segundo Isaías (cc. 40-55) y recoge en síntesis los temas que contiene: el perdón, la vuelta a la patria, la participación de la naturaleza en la salvación, el poder de la Palabra de Dios.

Esta última es mediadora entre Dios y el hombre; permite encontrarlo en su “cercanía” (v. 6) y no sentirlo ausente en su aparente “lejanía”, porque “sus caminos no son nuestros caminos” (v. 9), como recordaban los versículos inmediatamente precedentes.

La Palabra es una realidad viva, enviada del cielo para revelar y llevar a cabo la salvación. Es, pues, “eficaz;”, capaz de lograr su finalidad, como la lluvia y la nieve que riegan y fecundan la tierra. ¿Puede darse una imagen más alentadora para un pueblo desterrado, al que se le ha anunciado el retorno a la patria, pero que siente su propia fragilidad para mantener viva la esperanza?

Isaías, profeta del consuelo, ha manejado cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver a su pueblo la ilusión y la esperanza. El profeta tiene la seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo. Esta convicción arranca de la palabra del Señor, dada y mantenida de generación en generación.

El pueblo de Dios, como la Iglesia de Cristo, tiene que volver siempre a la fuerza sobre la que se asienta la esperanza. Uno de estos pilares es la Palabra del Señor.

Isaías la compara con la lluvia y la nieve. Debemos creer en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. No hemos sido salvados solamente por la sangre de Cristo. Es verdad que la maldad del hombre llevó al Hijo de Dios hasta la cruz. Pero la salvación nos viene por la palabra de Dios cumplida en la plenitud de los tiempos. Dios, que nos ama, nos perdona en su Hijo encarnado. Nuestra salvación se va operando en la capacidad de fiarnos de Dios y de su Hijo. Quien se fía de Dios y da por buena y salvadora su palabra entra a formar parte de su Pueblo. Este es el mensaje que nos quiere inculcar el profeta en esta lectura de hoy.

El profeta conoce la eficacia silenciosa del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano.

En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne como testamento de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.

Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.

Creer no es tampoco empeñarse en saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.

Todos estamos necesitando una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a Él sin haber cumplido su encargo. Su encargo es crear de la nada un pueblo nuevo.

— Misterio del agua, Misterio de la Palabra 

Se pone aquí muy de relieve el tema de la vida de dos maneras muy precisas: en primer lugar, la vida que se sustenta por medio de una alimentación substancial: venid todos los que tenéis sed, aquí tenéis agua. Después, la vida que tiene su manantial en la alianza ofrecida por el Señor. De esta forma es alimentado por Dios el bautizado en su vida de nueva criatura, e incluido en la Alianza.

Esto conlleva una docilidad a la palabra de Dios, docilidad que la mayoría de las veces es fe absoluta; porque los planes del Señor no son los nuestros.

Por otra parte, la palabra del Señor es poderosa y obra lo que quiere:

así será mi Palabra que sale de mi boca: 
no volverá a mi vacía, 
sino que hará mi voluntad 
y cumplirá mi encargo. 

Un estricto comentario exegético no puede ver aquí una alusión a los sacramentos. Sin embargo, la tradición cristiana y la selección de la celebración litúrgica imponen este significado. El agua y la palabra son sacramentos eficaces y transforman al pecador en creatura nueva.

La palabra convierte y el agua alimenta al que ha decidido seguir la palabra. Entramos en relación vital con Dios y nos hacemos conscientes de que nuestra vida depende del agua que nos ofrece y de la palabra eficaz que nos dirige. 

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