lunes, 16 de diciembre de 2013

De la esclavitud en el pensamiento de San Pablo, por Luis Antequera

En el doble proceso de formación del pensamiento cristiano así como el de su expansión universal más allá del ámbito meramente judío, existe un personaje crucial que no debemos olvidar, autor como es, además, de los más antiguos documentos cristianos, sus cartas, más aún que los mismísimos evangelios: nos referimos a san Pablo. Y bien, ¿qué piensa San Pablo sobre la esclavitud?

En principio, Pablo contempla la institución como algo establecido:

“Todos los que estén bajo el yugo de la esclavitud consideren a sus dueños como dignos de todo respeto, para que no se blasfeme del nombre de Dios y de la doctrina” ( 1Tim. 6, 1).

“Que los esclavos estén sometidos en todo a sus dueños, que sean complacientes y no les contradigan; que no les defrauden, antes bien muestren una fidelidad perfecta para honrar en todo la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tit. 2, 9-10).

Lo que no obsta para que de manera revolucionaria en su época –la historia no cabe descontextualizarla y es preciso tener siempre bien en cuenta de dónde se viene y hacia dónde se va- preconice importantes mejoras en sus condiciones de vida. Algo similar a lo que ya habíamos visto ocurrir en el Corán, pero siete siglos antes.

Para empezar, explica con claridad que su mensaje, que es el de Cristo, no excluye a los esclavos:

“¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Y, aunque puedas hacerte libre, aprovecha más bien tu condición de esclavo. Pues el que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor; igualmente, el que era libre cuando recibió la llamada, es un esclavo de Cristo.” (1Co. 7, 20-24)

Así, si bien es cierto que invita a los esclavos a ser “buenos” esclavos:

“Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y temor, con sencillez de corazón, como a Cristo, no por ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios; de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres; conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre” (Ef. 6, 5-8)

...no menos cierto es que exige a los amos comportarse ante ellos dignamente:

“Amos, obrad de la misma manera con ellos, dejándoos de amenazas; teniendo presente que está en los cielos el Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay favoritismos” (Ef. 6, 9).

“Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un amo en el cielo” (Col. 4, 1).

Amenazándolos incluso de recibir el castigo que corresponda a su comportamiento inicuo respecto del esclavo:

“Al [amo] que obre la injusticia, se le devolverá conforme a esa injusticia; que no hay favoritismos” (Col. 3, 25)

Respecto de la esclavitud, existe incluso una categoría, la de los traficantes de esclavos, a la que Pablo incluye entre todos aquéllos que a sus ojos son merecedores de castigo ((1Tim. 1, 10)

Son incontables las ocasiones en las que Pablo defiende la idéntica dignidad humana de esclavos y de libres:

“Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Co. 12, 13).

“Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col. 3, 11).

“Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo” (Col. 3, 23-24).

Forzando la metáfora, apela para ello a una hipotética condición de esclavo del mismo Jesús:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Fil. 2, 5-8).

En su Carta a Filemón, Pablo incluso aboga por un esclavo al que conoció y convirtió en prisión, Onésimo, para que el destinatario de la misma le otorgue la libertad:

“Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria. Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor!”. (Flm. 1, 12-16).

Un Onésimo al que, por cierto, podría ser a quien los cristianos y la Humanidad en general, debieran el preciado tesoro de la recopilación, conservación y difusión de las importantísimas Cartas de Pablo, para que las conociéramos hoy como las conocemos, y según hemos afirmado ya más arriba, las piezas más antiguas de la más antigua literatura cristiana.

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