Tuvo san Pablo dos discípulos predilectos: Timoteo y Tito. Timoteo fue más tiernamente amado; Tito, más estimado como instrumento útil en los momentos difíciles, en las misiones espinosas. Tito procede de la gentilidad, mientras que Timoteo viene del judaismo.
Maestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Tito no estaba circuncidado. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida. Pablo se puso de parte de Tito; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres apóstoles que estaban presentes en Jerusalén: Pedro, Juan y Santiago.
Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Entendieron las amplias miras que guiaban al Apóstol de los gentiles. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Se decidió que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, se pidió que Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.
Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito acompaña a Pablo en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén... En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la comunidad de Corinto: había rebeldías, escándalos, cismas. Pensó Pablo que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito. A pesar de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Pablo le presentó las cualidades que le abrirían las puertas de aquella iglesia y, al fin, le convenció.
Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido la comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita con el corazón oprimido», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin noticias. Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de Pablo, lejos de ser despreciada, les había conmovido. Leída en la asamblea de los hermanos, se consiguió con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo.
Este relato llenó de alegría el corazón de Pablo. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. En Corinto se le reunió algún tiempo después Pablo, y juntos se dirigieron a Jerusalén para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.
Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles que no hacían más que vegetar pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a Tito el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de Creta. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose rebeldes e inútiles para todo acto bueno.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña.
A falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba Pablo en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de Tito. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu?»
Al lado del Pablo, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que Pablo, desde la costa de Asia, le decía que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie».
Mientras Pablo se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, Tito desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes.
Fuente: Reflexiones Católicas
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