Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.
En toda la octava de Navidad rezamos un salmo que, curiosamente, hemos asociado con frecuencia a momentos de dolor y tristeza. Leámoslo con calma porque vamos a aceptar la oferta de la Iglesia de convertirlo en “música de fondo” de este Adviento.
DESDE LO HONDO…
Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
De entrada, esa es la actitud del que ora, del que busca a Dios. No podemos buscarle más que desde lo hondo, en espíritu y verdad. En este Adviento necesito por tanto “descender”, bajar a mis honduras y tomar conciencia de qué vive en mí, qué hay en lo hondo. Y en lo hondo, seguro, voy a encontrar un ser herido, un ser necesitado de redención. Pienso un momento: ¿cuál es mi herida, la que más sangra, la que duele, la que no sana? Es desde esa herida que tengo que clamar. Sólo cuando la samaritana se reconoce herid – “no tengo marido” – es capaz de convertirse y recibir el don de Dios. Yo soy alguien herido que grita y suplica. Gritar, suplicar, expresar con pasión y urgencia. ¿Voy así ante Dios? ¿Mi oración es apasionada, urgente, clamorosa?
El Señor, nos dice el salmista, es el que escucha. Y escucha con oído atento. Ya están definidos los dos personajes: yo, herido, grito y suplico. Él, escucha con atención.
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
La escucha del Señor es una escucha selectiva y muy parcial, quién lo diría. De mi vida no escucha las faltas, los pecados, los errores, las mediocridades…no lleva cuenta del mal que yo hago. No lo “escucha” atentamente, aunque lo conoce, y por eso no lo registra. Sabe que no es eso, el mal, la verdad última de mi corazón.
El Señor escucha mi necesidad. Y mi profunda necesidad es la de sentirme reconciliado, en paz conmigo mismo, con Él, con la naturaleza, con los otros… Descubrir que Dios me ofrece la paz que nace del perdón acrecienta mi respeto hacia Él. Eso y sólo eso me infunde respeto: que Dios me perdona siempre con gozo exultante.
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Mi alma espera, aguarda. Son actitudes propias del adviento. Fiado en su Palabra espero. Celebramos cada año el cumplimiento de las Promesas. Desde que Adán y Eva extraviaron el Paraíso hubo una Promesa de Redención. Por eso espero, aguardo. La comparación es preciosa: “más que el centinela la aurora”.
El centinela espera con ansia el alba, el momento de la luz que le trae el descanso. Espera pero hay cierta pasividad pues nada puede hacer por apremiar a la aurora. Por eso yo debo esperar “más que el centinela la aurora”. Mi espera sí puede y debe apremiar la Aurora. Yo puedo hacer que Él nazca antes, como consiguió María en Caná al hacer que Jesús adelantase su Hora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
Estos dos versos constituyen una preciosa definición de Esperanza. Y es preciosa también porque desaparece ahora el salmista para que aparezca la comunidad, Israel, la Iglesia. La Esperanza se vive siempre en comunidad.
¿Y cómo aguarda el centinela? Desde la certeza total de que la Aurora vendrá. La noche puede ser más o menos inclemente, dura o larga. Pero sid e lago no se duda es de que amanecerá. En ese sentido sí tengo que aguardar “como el centinela”: con la certeza que da la fe.
Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.
La última estrofa nos presenta de nuevo al Señor. Él es fuente de misericordia y redención. Redimir significa textualmente rescatar. Se rescataba a los esclavos. En el caso del Señor ¿qué quiere decir que la redención, el rescate, es “copiosa”? Porque parece que si un esclavo es rescatado, liberado, ya no hay más. Lo ha alcanzado todo.
Dios, no obstante, logra por amor lo inexplicable: no sólo nos rescata sino que en su liberalidad nos pasa de esclavos a hijos. No somos libertos sino hijos. ¿Cómo no amar a este Señor? Vivamos este Adviento con el buen sabor de este salmo de liberación.
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