Mateo 19,16-22
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: "Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos." Él le preguntó: "¿Cuáles?" Jesús le contestó: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo." El muchacho le dijo: "Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?" Jesús le contestó: "Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo." Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico.
— Comentario por Reflexiones Católicas
"La lógica del hacer"
Jesús prosigue con decisión el camino hacia Jerusalén junto con los suyos, a quienes ya ha anunciado la pasión y el acontecimiento de la resurrección, pero éstos no comprenden. A lo largo del camino prosigue la obra de formación de sus discípulos.
El evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con un joven rico, el cual parece desear la exigencia de una vida más elevada. Siente que todavía le falta algo. Su pensamiento, según la educación que ha recibido y según la tradición, sigue la lógica del hacer, la lógica de las «obras buenas». Le pide al Maestro alguna indicación nueva, adecuada a sus aspiraciones y capaz de saciar su insatisfacción. De ahí la pregunta que plantea: « ¿Qué he de hacer para obtener la vida eterna?» (v. 16).
Anda buscando. Jesús le ayuda a emprender un camino. Lo esencial no es preguntarse qué se puede hacer; lo esencial es buscar a aquél que es bueno, observando los mandamientos y amando al prójimo como a sí mismo (v. 17).
Jesús quiere introducirle en una relación más verdadera con Dios —«entrar en la vida»— proponiéndole de nuevo, entre los mandamientos, punto de referencia para el joven, los que rigen nuestra relación con los otros, y añade lo que se dice en el Levítico (19,18), para hacerle pasar de la atención a sí mismo a la atención a los demás. Ante la insistencia del joven: « ¿Qué me falta aún?», Jesús le responde ofreciéndole el don del seguimiento de la criatura nueva: «Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme».
Se trata de un paso radical: la puerta estrecha que conduce a la vida y hace entrar en el Reino de Dios y participar en la salvación. Jesús habla a la libertad del joven —las dos indicaciones del Maestro están introducidas con un «si quieres»— para que decida en su corazón. La respuesta va acompañada por un adjetivo doloroso: “El joven se fue muy triste”. Su tesoro estaba constituido por las riquezas y por todo lo que está ligado a ellas.
¿Acaso no son los bienes un signo de la bendición de Dios, tal como le había enseñado? De hecho, se han convertido en su verdadero ídolo, aunque practique los mandamientos. No es libre por dentro. Da limosna a los pobres, pero no comparte con ellos sus bienes y su vida. Nos viene a la mente el encuentro de Jesús con los pequeños a lo largo del mismo camino que le lleva a Jerusalén: «De los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (v. 14).
«Escucha, Israel» (Dt 6,4). El pecado de idolatría, que puede tener muchísimos rostros, nos separa de Dios y os divide a unos de otros. En consecuencia, tanto el hombre como el pueblo caen en la esclavitud de sí mismos y, por eso, se convierten en esclavos de otros. El verdadero peligro no son los pueblos de alrededor, ni sus tradiciones, ni siquiera las mismas riquezas; el peligro está en la división que llevamos en nosotros y que alimentamos entre nosotros. Está en apartar la mirada del Señor. No podemos ser fuente si no estamos unidos al manantial. Esa es la razón de que no baste con la observancia de los mandamientos: es posible observarlos y no conocer ni a Dios ni su designio.
Y cuando, como dice el evangelista, el Maestro presenta al joven el verdadero rostro de Dios y le invita a seguirle, el joven se aleja porque el ídolo de la riqueza le ha vuelto esclavo e invidente. A causa de sus obras y de sus bienes, se niega a pasar por la «puerta estrecha» que conduce a la vida: « Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme». Así es como se habría encarnado en el joven el amor al prójimo y al primero de sus prójimos, que era el Maestro a quien se había dirigido y el que le había mirado con una mirada llena de amor.
Este mensaje sigue siendo actual.
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: "Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos." Él le preguntó: "¿Cuáles?" Jesús le contestó: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo." El muchacho le dijo: "Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?" Jesús le contestó: "Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo." Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico.
— Comentario por Reflexiones Católicas
"La lógica del hacer"
Jesús prosigue con decisión el camino hacia Jerusalén junto con los suyos, a quienes ya ha anunciado la pasión y el acontecimiento de la resurrección, pero éstos no comprenden. A lo largo del camino prosigue la obra de formación de sus discípulos.
El evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con un joven rico, el cual parece desear la exigencia de una vida más elevada. Siente que todavía le falta algo. Su pensamiento, según la educación que ha recibido y según la tradición, sigue la lógica del hacer, la lógica de las «obras buenas». Le pide al Maestro alguna indicación nueva, adecuada a sus aspiraciones y capaz de saciar su insatisfacción. De ahí la pregunta que plantea: « ¿Qué he de hacer para obtener la vida eterna?» (v. 16).
Anda buscando. Jesús le ayuda a emprender un camino. Lo esencial no es preguntarse qué se puede hacer; lo esencial es buscar a aquél que es bueno, observando los mandamientos y amando al prójimo como a sí mismo (v. 17).
Jesús quiere introducirle en una relación más verdadera con Dios —«entrar en la vida»— proponiéndole de nuevo, entre los mandamientos, punto de referencia para el joven, los que rigen nuestra relación con los otros, y añade lo que se dice en el Levítico (19,18), para hacerle pasar de la atención a sí mismo a la atención a los demás. Ante la insistencia del joven: « ¿Qué me falta aún?», Jesús le responde ofreciéndole el don del seguimiento de la criatura nueva: «Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme».
Se trata de un paso radical: la puerta estrecha que conduce a la vida y hace entrar en el Reino de Dios y participar en la salvación. Jesús habla a la libertad del joven —las dos indicaciones del Maestro están introducidas con un «si quieres»— para que decida en su corazón. La respuesta va acompañada por un adjetivo doloroso: “El joven se fue muy triste”. Su tesoro estaba constituido por las riquezas y por todo lo que está ligado a ellas.
¿Acaso no son los bienes un signo de la bendición de Dios, tal como le había enseñado? De hecho, se han convertido en su verdadero ídolo, aunque practique los mandamientos. No es libre por dentro. Da limosna a los pobres, pero no comparte con ellos sus bienes y su vida. Nos viene a la mente el encuentro de Jesús con los pequeños a lo largo del mismo camino que le lleva a Jerusalén: «De los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (v. 14).
«Escucha, Israel» (Dt 6,4). El pecado de idolatría, que puede tener muchísimos rostros, nos separa de Dios y os divide a unos de otros. En consecuencia, tanto el hombre como el pueblo caen en la esclavitud de sí mismos y, por eso, se convierten en esclavos de otros. El verdadero peligro no son los pueblos de alrededor, ni sus tradiciones, ni siquiera las mismas riquezas; el peligro está en la división que llevamos en nosotros y que alimentamos entre nosotros. Está en apartar la mirada del Señor. No podemos ser fuente si no estamos unidos al manantial. Esa es la razón de que no baste con la observancia de los mandamientos: es posible observarlos y no conocer ni a Dios ni su designio.
Y cuando, como dice el evangelista, el Maestro presenta al joven el verdadero rostro de Dios y le invita a seguirle, el joven se aleja porque el ídolo de la riqueza le ha vuelto esclavo e invidente. A causa de sus obras y de sus bienes, se niega a pasar por la «puerta estrecha» que conduce a la vida: « Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme». Así es como se habría encarnado en el joven el amor al prójimo y al primero de sus prójimos, que era el Maestro a quien se había dirigido y el que le había mirado con una mirada llena de amor.
Este mensaje sigue siendo actual.
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