Mateo 19,16-22
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: "Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos." Él le preguntó: "¿Cuáles?" Jesús le contestó: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo." El muchacho le dijo: "Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?" Jesús le contestó: "Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo." Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico.
— Comentario de Reflexiones Católica
"El seguimiento de Cristo"
Este fragmento tiene como tema central el seguimiento de Cristo y la consiguiente relación con los bienes materiales en vistas a la vida eterna, que resulta ser el punto culminante de la perícopa.
La pregunta inicial dirigida por el joven a Jesús —“Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?”— la recoge el mismo Jesús en la sentencia del v. 29, que encierra la promesa hecha a los discípulos: «Y todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna».
Entre la introducción y la conclusión, el discurso está articulado en escenas sucesivas que van ahondando y ampliando el horizonte.
La negativa del joven a vender sus bienes permite a Jesús comunicar una enseñanza general sobre el peligro de las riquezas, siempre en vistas a la vida eterna (vv. 23-26). Sus palabras suscitan dos preguntas diferentes en los discípulos.
La primera llena de turbación: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (v. 25); en cambio, la segunda —expresada por Pedro— tiene todavía como centro el fin por el que tiene sentido renunciar a las riquezas. Ese fin es la vida eterna, y, todavía antes, una más profunda y auténtica comunión con Dios y con todos los hombres. Para emplear otra expresión presente en el fragmento, el fin es la consecución de la «perfección» (v. 21).
Sin embargo, será bueno subrayar que ésta —según una opinión acreditada entre los exégetas— no debe entenderse como la propuesta de un «plus» reservado a un grupo restringido de discípulos. Al contrario, indica el “cumplimiento”, vivir hasta el fondo —sin componendas o medias tintas— según la lógica del Evangelio.
Nadie puede «entrar en la vida» manteniendo el corazón apegado a los bienes perecederos. La condición para ser verdaderamente libres para Dios es la de seguir a Jesús poniendo sólo en él —y no en las riquezas— nuestra propia confianza.
Como ya ha afirmado el evangelista, el Reino de Dios pertenece a los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3), que en su pequeñez y humildad reciben como don de Dios precisamente todo lo que es imposible a las fuerzas humanas: la gracia para resistir al poder seductor de las riquezas.
La salvación eterna no es nunca un derecho, ni siquiera para los discípulos que lo han dejado todo para seguir a Jesús; es un don que la bondad divina derrama sobre quien quiere y como quiere (cf. 20,1-16), con el inconfundible estilo de otorgar privilegio a quien menos se lo espera: precisamente a los últimos.
Jesús concluye, pues, su enseñanza introduciendo de manera solemne —“Os aseguro que...” (v. 28)— la promesa dirigida a los discípulos: ellos —pobres pescadores, publicanos y pecadores— serán asociados a su gloria real en la regeneración, es decir, cuando, al final de los tiempos, aparecerá la nueva creación, en donde una vez más serán rebajadas las ambiciones humanas y exaltada la pobreza.
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: "Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos." Él le preguntó: "¿Cuáles?" Jesús le contestó: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo." El muchacho le dijo: "Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?" Jesús le contestó: "Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo." Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico.
— Comentario de Reflexiones Católica
"El seguimiento de Cristo"
Este fragmento tiene como tema central el seguimiento de Cristo y la consiguiente relación con los bienes materiales en vistas a la vida eterna, que resulta ser el punto culminante de la perícopa.
La pregunta inicial dirigida por el joven a Jesús —“Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?”— la recoge el mismo Jesús en la sentencia del v. 29, que encierra la promesa hecha a los discípulos: «Y todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna».
Entre la introducción y la conclusión, el discurso está articulado en escenas sucesivas que van ahondando y ampliando el horizonte.
La negativa del joven a vender sus bienes permite a Jesús comunicar una enseñanza general sobre el peligro de las riquezas, siempre en vistas a la vida eterna (vv. 23-26). Sus palabras suscitan dos preguntas diferentes en los discípulos.
La primera llena de turbación: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (v. 25); en cambio, la segunda —expresada por Pedro— tiene todavía como centro el fin por el que tiene sentido renunciar a las riquezas. Ese fin es la vida eterna, y, todavía antes, una más profunda y auténtica comunión con Dios y con todos los hombres. Para emplear otra expresión presente en el fragmento, el fin es la consecución de la «perfección» (v. 21).
Sin embargo, será bueno subrayar que ésta —según una opinión acreditada entre los exégetas— no debe entenderse como la propuesta de un «plus» reservado a un grupo restringido de discípulos. Al contrario, indica el “cumplimiento”, vivir hasta el fondo —sin componendas o medias tintas— según la lógica del Evangelio.
Nadie puede «entrar en la vida» manteniendo el corazón apegado a los bienes perecederos. La condición para ser verdaderamente libres para Dios es la de seguir a Jesús poniendo sólo en él —y no en las riquezas— nuestra propia confianza.
Como ya ha afirmado el evangelista, el Reino de Dios pertenece a los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3), que en su pequeñez y humildad reciben como don de Dios precisamente todo lo que es imposible a las fuerzas humanas: la gracia para resistir al poder seductor de las riquezas.
La salvación eterna no es nunca un derecho, ni siquiera para los discípulos que lo han dejado todo para seguir a Jesús; es un don que la bondad divina derrama sobre quien quiere y como quiere (cf. 20,1-16), con el inconfundible estilo de otorgar privilegio a quien menos se lo espera: precisamente a los últimos.
Jesús concluye, pues, su enseñanza introduciendo de manera solemne —“Os aseguro que...” (v. 28)— la promesa dirigida a los discípulos: ellos —pobres pescadores, publicanos y pecadores— serán asociados a su gloria real en la regeneración, es decir, cuando, al final de los tiempos, aparecerá la nueva creación, en donde una vez más serán rebajadas las ambiciones humanas y exaltada la pobreza.
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