sábado, 9 de julio de 2022

Domingo de la 16 Semana del Tiempo Ordinario, Año C, por Julio González, S.F.


Comentario por el P. Julio González, S.F.

¡Qué maravilla las lecturas que hemos escuchado! Nos hablan de la hospitalidad y del sufrimiento.

Empezamos por la primera y tercera lecturas que tienen en común el gesto de la hospitalidad. Para quienes vivimos en la cultura de la propiedad privada y el no cruce, no pase... estos episodios de bienvenida son buena noticia, son evangelio. Nos hablan de nuestra fe y nos hablan de cómo es Dios.

Se ha dicho que los peregrinos, los que están de paso, los que alguna vez se han perdido, son más solidarios que los que nunca se han puesto en camino. Recordemos que Abraham y Sara han dejado su tierra obedeciendo la llamada de Dios. Son peregrinos. Sienten la dureza del camino. Y estas personas tienden a ser hospitalarias porque comprenden el cansancio de otros peregrinos. Sin embargo, el mensaje de esta primera lectura va mucho más allá. Abraham reconoce en las tres personas a quienes ofrece hospitalidad la presencia de Dios.

Hay que tener mucho amor al prójimo para ver en él a Dios mismo. Más si se trata de unos extraños que en lugar de darnos, ponen a prueba nuestra generosidad. Pues bien, todos los cristianos estamos llamados a seguir el ejemplo de Abraham y Sara.

El evangelio también nos muestra la importancia de ser hospitalarios a través de un episodio que fácilmente hubiera podido convertirse en una discusión. Marta le dice a Jesús: “¡Dile a mi hermana que se levante y haga algo!”

A veces Marta me recuerda a esta sociedad en la que vivimos. Somos capaces de producir más rápido y mucho mejor de lo que lo hicieron nuestros antepasados. Y sin embargo, nos falta lo más importante: escucharnos los unos a los otros. Estar juntos y escuchar a nuestro Dios. Por eso, Jesús le dice a Marta: "Marta, andas nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria."

No quisiera finalizar estos pensamientos sin referirme a la segunda lectura porque nos habla de algo que muchos de nosotros hemos sentido a menudo: el sufrimiento. Ojalá algún día todos nosotros podamos decir lo mismo que dice Pablo: “Hermanos: ahora me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo”.

El sufrimiento no es un castigo o una maldición. Pablo ha descubierto en la pasión —en el sufrimiento de Jesús— el amor incondicional de Dios. Por eso, también nosotros debemos aprender a ofrecer nuestro sufrimiento por los demás, cada domingo, depositándolo sobre el altar, junto al cuerpo y la sangre de Cristo.

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