La tradición
mercedaria ha concebido a la Madre de Jesús como símbolo de la Merced de Dios,
es decir, de su misericordia a favor de esclavos y cautivos. Se dice en esa
tradición, con palabras de gran poder evocativo, que María es fundamento
(fuente arcana y vientre maternal) de donde brota gracia y misericordia de Dios
para los hombres cautivados, dentro de este mundo malo. Ella es la expresión
más cercana de aquel Dios a quien llamamos Padre de misericordia. Es la piedad
de Dios hecha cercana, aquella gracia siempre abierta, dirigida a suscitar la
libertad y amor de Dios sobre la tierra. Es Madre de misericordia, esto es,
origen de merced y redención, en medio de la tierra cautivada. Así ha
manifestado su más hondo misterio ante Pedro Nolasco, redentor de
cautivos, su devoto y santo de misericordia redentora.
Lógicamente,
al situarse de esa forma ante María, los religiosos mercedarios han dejado algo
en sombra a su hermano fundador, Pedro Nolasco. Saben que el misterio de la
redención les sobrepasa, desbordando incluso la figura de san Pedro Nolasco, y
añaden que esa redención de Dios se manifiesta sobre el mundo de un modo
especial y materno a través de María, a quien ellos conciben como signo de la
misericordia de Dios, al lado de su Hijo Jesucristo.
Por eso la
presentan ya muy pronto como Madre y fundadora, no porque pretendan apoyarse
simplemente en una manifestación o aparición sensible, sino porque María sigue
siendo fundamento, inspiración y contenido de toda la actuación liberadora.
María es así la merced de Dios. En esta línea se mantienen las constituciones
antiguas de la Merced, cuando citan unas palabras de la Biblia: “Mirad la
hondura o cavidad del lago de donde habéis sido tomados, esto es, las
piadosísimas entrañas de la madre de Dios”.
El texto alude
a Sara, esposa de Abrahán, madre del pueblo (cf. Isaías 51,1-2). Pues bien,
ahora la madre universal es ya María. Ella es por Dios y desde Dios la
"hondura del lago de la vida"; es el principio, entraña, de toda
acción liberadora. Por eso, ya no es madre a la que todo vuelve, en gesto
regresivo; no es sencillamente apoyo o refugio en el peligro. Ciertamente, ella
sostiene a los cautivos que se encuentran derrotados. Pero los hermanos
redentores la descubren siempre como mujer comprometida: pone en marcha el gran
camino de liberación de los cautivos, es promotora de nueva redención para
aquellos que la invocan, pertenezcan o no a la orden que lleva su nombre.
MARÍA
DE LA MERCED, EVANGELIO DE LA LIBERTAD
Para
comprender y actualizar esa tradición mariana de los principios mercedarios
tenemos que volver a la Escritura, descubriendo la función liberadora de la
madre de Jesús. Lo haremos destacando tres de los aspectos que supone el
evangelio: anuncio, compromiso, celebración.
Todos
presentan un rasgo mariano, que nosotros reasumimos luego en perspectiva
mercedaria. La madre de Jesús se nos revela de esa forma como signo personal,
signo importante, de ese evangelio de liberación (cf. Ap 14,6) de Dios que
pretendemos proclamar sobre la tierra.
El evangelio
es ante todo buena nueva, anuncio de la acción liberadora de Jesús que ofrece
el reino. En ese plano se sitúan las acciones y palabras de su historia,
abierta en oración al Padre y extendida en amor hacia los pobres. En
perspectiva pospascual, la buena nueva se concretiza como testimonio de la
resurrección de Jesús entre los hombres: por eso proclamamos el perdón, la
libertad y gracia de Dios sobre la tierra.
En plano de
Merced, este evangelio ha recibido un carácter mariano: María se presenta como
madre de cautivos, ella simboliza la presencia salvadora de Dios entre los
pobres y perdidos de este mundo, como se precisa partiendo de dos textos.
Conforme a Jn 19,25-27, María es madre del discípulo amado, en quien se
incluyen todos los creyentes de la iglesia. Mt 25,31-46 identifica a esos
hermanos con los hombres exiliados, enfermos o cautivos. Uniendo ambos pasajes,
el conjunto de la iglesia y de manera especial los mercedarios han sabido que
María es madre de aquellos que se encuentran sin amparo sobre el mundo.
Ella se
convierte así en señal del evangelio: es buena nueva de Jesús para los pobres.
El evangelio es en segundo lugar un compromiso. El kerigma de Jesús que anuncia
el reino se traduce en forma de exigencia: "¡Convertíos!" Lo que
importa es entregar la vida poniéndola al servicio de Dios y su evangelio, en
actitud de amor abierto a los hermanos. Siguiendo en esa línea, en perspectiva
pospascual, el compromiso de la iglesia se explicita por medio del bautismo:
hay que dejarse transformar por Cristo, crear comunidad con los hermanos, en
camino que conduce hacia la nueva humanidad reconciliada.
En plano de
Merced, esta exigencia ha recibido también un carácter mariano: María está
asociada al compromiso de Jesús y colabora en la misma tarea redentora con su
fe y su maternidad entera (Lc 1,38.45; cf. 1,30-35). Ella nos lleva hasta el
lugar de la necesidad humana, para abrirnos los ojos y decirnos "falta el
vino", falta libertad para mis hijos (cf. Jn 2,1-11): nos conduce al lugar
donde se encuentran los hermanos para compartir con ellos el mismo compromiso
de unidad y de plegaria (cf. He 1,14). A partir de aquí, en perspectiva de
Merced, María se presenta como hermana mayor, mujer comprometida que conduce a
toda la familia al lugar donde podemos desplegar y realizar la vida como
entrega por los otros. Ella es, al mismo tiempo, madre que se ocupa de los
hijos cautivos, pero no se ha limitado a llorar como Raquel la muerte
irreparable (cf. Mt 2,16-18); sus hijos no están muertos todavía, y por eso se
dispone a combatir, como "doncella de Sion", para ofrecerles amor y
libertad sobre la tierra. Así lo han entendido los primeros mercedarios.
El evangelio
es, finalmente, plenitud que se celebra. El anuncio y compromiso se traducen
como júbilo festivo que actualiza la verdad del reino: así lo muestran en nivel
de historia los milagros de Jesús, esa alegría que despierta su voz de
salvación entre los hombres. En nivel de confesión pascual, la iglesia misma es
una especie de sociedad celebrativa; comunidad de aquellos que mantienen la
fiesta de Jesús sobre la tierra. En plano de Merced, la fiesta de Jesús recibe
pronto un carácter mariano. María anuncia el reino, como madre, como hermana
mayor nos introduce en el lugar de su exigencia, como compañera entona en
nuestro nombre el canto de la libertad en el Magníficat (cf. Lc
1,46-55). A través de esa canción ella ha iniciado una liturgia jubilosa de
agradecimiento redentor: salta de gozo y nos invita a acompañarla porque el
reino ha comenzado a realizarse como fiesta de amor en nuestra historia.
En esta línea
se destaca un elemento a veces olvidado: la madre de Jesús es verdadero architriclino,
mayordomo de la fiesta de los hombres (cf. Jn 2,9. Falta el vino de las bodas
de Caná y los invitados deberán cerrar su fiesta: volverán vacíos a su vida
precedente, al agua de los ritos, las obligaciones de la historia. Precisamente
ha sido María la que dice a Jesús que falta el vino: ya se apaga la fiesta de
los hombres, la alegría del banquete y de las bodas. María virgen-madre
desbordante de amor hacia la vida, quiere que la vida, libertad y amor triunfen
y culminen. Por eso mueve a Nolasco y sus hermanos mercedarios, pidiéndoles que
extiendan la fiesta de la vida y libertad sobre la tierra, para que así pueda
celebrarse el gozo de Dios entre los hombres.
De esta forma
se completa la palabra que hemos visto al ocuparnos del dolor de María. Allí
aparece como madre dolorosa, Virgen de la sangre, atravesada por la espada del
rechazo, cautiverio y sufrimiento (cf. Lc 2,35); en medio del dolor se
presentaba como redentora. Pues bien, ahora aparece como madre de la fiesta:
cuida el vino de la vida para que los hombres liberados puedan celebrar el gozo
de Dios sobre la tierra. Así viene a presentarse como mujer de la Merced o
redentora; la primera mercedaria de la historia. María es, por lo tanto, icono
o signo escatológico del gozo y redención de Dios para los hombres. Ella es
madre-evangelista porque anuncia el reino de Jesús a los pequeños y cautivos de
la tierra. Es madre-exigente, hermana redentora, que nos hace ponernos al
servicio de la vida. Ella es, en fin, madre-cantora: por ser sacerdotisa de la
salvación y la justicia ya cumplida, entona su alegría, nos enseña el himno de
su libertad sobre la tierra.
CANTORA
DE LA REDENCIÓN. EL MAGNIFICAT (Lc 1,46-55)
María cantora
de libertad. La acción liberadora reflejada en el nombre de Merced, que
nosotros aplicamos a María, puede sustentarse en unos textos primordiales del
NT. Hay un evangelio de liberación que se explicita, sobre todo, en el anuncio
de Jesús en Nazaret (Lc 4,18-19). Hay un compromiso de acción liberadora que
responde a la exigencia del juicio universal (cf. Mt 25,31-46). Hay, en fin, un
canto de la libertad que ha recibido en su principio forma mariana en el Magníficat
(Lc 1,46-55); es significativo el hecho de que sea María, mujer, la que,
asumiendo el anuncio y compromiso de liberación, lo lleve hasta su culmen,
convirtiéndolo en un canto.
En otro
tiempo, cierta la piedad mariana, tomada en general, apenas sabía qué hacer con
ese texto, lleno de resonancias del AT y de esperanzas de transformación
utópica del mundo. Ahora, en el nuevo contexto de Merced, el Magníficat,
empieza a interpretarse y aplicarse como texto base de la teología y vida de la
iglesia: es el canto en que María, culminando la dinámica de espera de Israel y
asumiendo el cumplimiento de Jesús, ofrece ante los hombres el latido de una
libertad que transfigura las mismas condiciones de la historia. En el principio
se halla el gesto y la palabra activa de María, nueva profetisa:
Proclama mi
alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador (Lc
1,46-47)
Esta oración expresa, en forma de liturgia
jubilosa, la respuesta de María, que se entrega en manos de Dios, colaborando
en su tarea redentora. Ella es la sierva de Yavhé; como pobre ha colocado lo
que tiene en manos del Señor que ama a los pobres (cf. Lc 1,38.48), realizando
así un servicio redentor para los otros. Ella se sabe enriquecida, transformada
por la acción de Dios, y canta: responde jubilosa al don que ha recibido,
ofrece a los demás el gozo de su gracia. Ya no pide nada: constata la grandeza
del misterio y alumbrada por la voz de su palabra, como nueva iluminada de los
campos de liberación de Dios, entona a voz en grito el himno de la vida.
El Magníficat
se muestra, por lo tanto, como canto-profecía de liberación: revela el
compromiso de Dios, aquello que realiza en la historia de los hombres; pero, al
mismo tiempo, anuncia la acción de aquellos hombres que, unidos a María, se
ponen en las manos de Dios y explicitan su gracia redentora. No perdamos de
vista estos dos planos: aunque el texto destaque la actuación de Dios, supone y
acentúa igualmente la colaboración de los hombres que le escuchan y responden.
Esa acción de Dios va dirigida a tres objetos o metas: María, humanidad,
Israel. Dios actúa, antes que nada, en la persona y vida de María:
Ha mirado
la pequeñez de su sierva... ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Poderoso
(Lc 1,48-49)
Se define Dios
como el que mira: se fija en la pequeñez de María para elevarla y
transformarla. Por su parte, María aparece en forma de pequeña sierva; sólo así
puede representar a todos los esclavos y oprimidos, a todos los siervos y
perdidos de la tierra. Ella no empieza estando encima; vive y se presenta como
esclava. Hay al fondo de esta gran palabra un signo de aquello que podríamos
llamar misterio de encarnación mariana: la madre de Jesús asume la pequeñez del
mundo, sólo así, como sierva que se sabe unida a todos los siervos y cautivos
de la historia, ella recibe la gracia liberadora de Dios; y al recibirla sabe
que se trata de una gracia y libertad abiertas poderosamente a todos los
confines de la tierra. Por eso dice:
"Ha
hecho en mí cosas grandes aquel que es Poderoso; su nombre es santo y su
misericordia se mantiene de generación en generación sobre aquellos que le
aceptan" (cf Lc 1,49-50)
De esa forma
viene a expandirse por María el gran misterio de la redención universal, la
pequeñez y gloria de Jesús que los cristianos cantan en el himno de Flp 2,6-11.
Dios actúa, según esto, en el conjunto de la humanidad. Al incluirse como
sierva entre la masa de oprimidos de la tierra, María canta su liberación como
principio y signo de una libertad que está extendiéndose hacia todos. Por eso,
desde el mismo centro de su historia personal, ella introduce una palabra de
transformación social, el cambio más profundo de la historia:
Dispersó a
los soberbios de corazón (para acoger en su lugar a los humildes). Derriba del
trono a los poderosos y enaltece a los humillados. A los hambrientos los colma
de bienes, a los ricos despide vacíos (Lc 1,51-53)
El cambio empieza en un plano ideológico
(soberbios): la gracia de Dios hace vana aquella imposición de los que quieren
justificarse a sí mismos, descargando su grandeza y su poder sobre los otros.
Sigue el cambio en nivel socio-político (poderosos-humildes): María canta el
surgimiento de una nueva humanidad donde se quiebra la vara de los grandes,
para abrir camino de existencia a los humildes y oprimidos. La transformación
culmina en un plano económico (pobres-ricos): María anuncia como profetisa la
llegada de una humanidad en la que todo se comparte. No habrá ricos, personas
que se elevan y caminan por encima de los otros, triunfarán los pobres,
aquellos que, apoyados por el mismo Dios, comparten de manera gratuita la
existencia.
Significativamente,
en todo ese gran cambio de la humanidad, que María entona como profetisa de
liturgia divina, parecen diluirse las palabras religiosas: no se habla de fe
como experiencia aislada de la vida, no se alude a prácticas de culto que
pudieran separarse de la historia. María canta al hombre nuevo, al hombre que,
al ponerse en manos de Dios, realiza plenamente las más viejas promesas de la
biblia. Así ha de interpretarse la referencia israelita:
Como lo
habla prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre (Lc
1,55)
Al final de esa gran línea de promesa y
cumplimiento del AT, María proclama la llegada de la nueva humanidad: la
bendición de Abrahán culmina, los esclavos dejan para siempre su opresión,
vuelven a la patria los proscritos del exilio, los profetas ven cumplida su
palabra... Ella humilde sierva de Yavé, que parecía encerrada en el silencio de
su diálogo con Dios en actitud de anunciación se ha desvelado como profetisa de
la historia universal: descubre iluminada y canta jubilosa la irrupción del
mundo nuevo que Dios ha comenzado a crear entre los hombres. Por eso, ellos
responden:Me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1,48).
María es
bienaventurada con los pobres y cautivos, con los siervos y oprimidos de la
tierra, en los que el mismo Hijo de Dios se hace presente (cf Lc. 6,20-21; Mt
25,40). Al mismo tiempo es bienaventurada con aquellos que ayudan a los pobres,
con los misericordiosos y liberadores, los hombres que inauguran sobre el mundo
un camino de servicio, de entrega de la vida por los otros (cf. Mt 5,7-9;
25,40). En el lugar donde confluyen ambos rasgos, allí donde pequeñez y
servicio aparecen a la luz del misterio de Dios, recibe su sentido y se
explicita plenamente el misterio de María, Virgen de la Merced: ella, cantora
del Magníficat, es signo de liberación y amor de Dios en nuestra historia.
MARÍA
DE LA MERCED. SENTIDO ECLESIAL
A veces hemos
vivido la presencia mariana de manera más devocional que comprometida, más
conservadora que misionera. Pues bien, en estos últimos años, a la luz del Vaticano
II y de los textos de la Conferencia del Celam de Puebla (1979), se ha
escuchado nuevamente el gran mensaje de liberación que el evangelio ha
vinculado con María. De esta forma, en camino gozoso y sorprendente, la Merced
ha vuelto al más antiguo y más precioso sentido redentor de su principio.
Por eso, la
misma devoción mariana incluye un gesto de praxis: no se puede hablar de María
como madre de la libertad sino allí donde se vive intensamente la tragedia del
cautiverio y se realizan esfuerzos por solucionarlo. Así surgió el título de
Merced: la nueva devoción creció en un campo de actuación liberadora. María
enseñó a los mercedarios el camino y exigencia de su acción por los cautivos.
Significativamente,
los obispos de América Latina en Puebla han colocado la figura de María allí
donde el impulso del Espíritu conduce al compromiso de liberación de los
pequeños y los pobres: ella es (con Jesús) "la gran protagonista de la
historia" (n. 293), aquella que "con su amor materno cuida de los
hermanos de Jesús que todavía peregrinan" (cf. Puebla 288; LG 62). Por eso
puede presentarse como el modelo de una iglesia que quiere ser liberadora. En
esta línea se sitúan las palabras de la Congregación para la defensa de la fe:
"Dependiendo
totalmente de Dios y plenamente orientada hacia él por el empuje de la fe,
María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la
liberación de la humanidad y del cosmos. La iglesia debe mirar hacia ella,
Madre y modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión...
(Libertatis nuntius 1984)
De esta
manera, una teología de la libertad y de la liberación, como eco filial del
Magnificat de María conservado en la memoria de la iglesia, constituye una
exigencia de nuestro tiempo. Un reto formidable se lanza a la esperanza
teologal y humana. La Virgen magnánima del Magníficat, que envuelve a la
iglesia y a la humanidad con su plegaria, es el firme soporte de la esperanza.
En efecto, en ella contemplamos la victoria del amor divino que ningún
obstáculo puede detener y descubrimos a qué sublime libertad eleva Dios a los
humildes".
La Merced ya
resaltaba esa función liberadora de María desde el mismo s. XIII. Ahora lo ha
vuelto a resaltar en los diversos textos de su legislación posconciliar (de
1970 a 1986), que pudieran tomarse como ejemplo práctico de mariología
liberadora, en la línea de san Pedro Nolasco, antes de toda discusión moderna.
Por eso las Constituciones de las religiosas de Ntra. Sra. de la Merced,
redactadas en 1980, pero fundadas en el primitivo espíritu de la Merced, dicen:
"Desde su
misma fundación y a lo largo de la historia, la mercedaria ha visto en María,
la Madre de Jesús, el prototipo de liberación, la verdad y el sentido de
aquello que se realiza en la obra redentora. La mercedaria descubre y venera en
María de la Merced (= de la redención de los cautivos) aquel principio de
libertad y entrega por los otros, de sacrificio por los demás y de esperanza
escatológica que expresa y define toda su existencia, según las palabras del
Magnificat: Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes... (Lc 1,47ss). Mirando hacia María, la mujer
de fe, comprende la mercedaria lo que significa libertad, amor que se ofrece,
esperanza que se mantiene abierta a todos los caminos. Por haber recibido de
María su inspiración y su nombre la venera, alaba y ama".
Como segundo
texto de inspiración mariano-redentora presentamos parte de las conclusiones
del encuentro intermercedario celebrado en Barcelona (1981) con la
participación de hermanos/as de los diversos institutos de la Merced. Ellos han
vinculado devoción mariana y praxis (acción) liberadora:
"Nuestra
propia liberación, según el modelo que es María, nos llevará a la acción
redentora y a cantar con María y como María en el Magnificat la grandeza de
Dios que libera al hombre. De una verdadera devoción o amor filial a María debe
surgir la disponibilidad más completa para participar con ella en la liberación
de los pobres y esclavos. El canto a María de la Merced debe sugerir nuestro
trabajo liberador. Siendo María de la Merced símbolo de una realidad plenamente
actual, hemos de ser capaces de transmitirlo y comunicarlo a un mundo que
necesita y desea una nueva presentación de María, a través de nuestra vida, de
la liturgia, de nuestro trabajo, etc. Los mercedarios debemos recabar de María
una gran sensibilidad para conocer y comprender los problemas de la fe en el
mundo de hoy, para descubrir las situaciones de mayor esclavitud y las personas
que más necesitan de la liberación que nos trae María de la Merced".
La acción
redentora, ligada a la Merced, brota según eso de una intensa devoción mariana
que patentiza, a mi entender, tres rasgos principales.
Momento de
veneración: María se presenta desde el corazón
del evangelio como madre y protectora de cautivos; por eso la invoca el
redentor y descubre su presencia entre los pobres y perdidos, utilizando con
ellos la palabra de la Salve: "a ti llamamos, desterrados..."
Momento de
iluminación: María está empeñada por Cristo y
como Cristo en la tarea de transformación liberadora de la historia; allí la
encuentra el redentor, también interpelado por la misma gran tarea.
Eso nos sitúa
ya en el momento del compromiso: amar a María significa ponerse al
servicio de aquellos que se encuentran cautivados.
Esos tres
momentos reproducen la trama original del título de Merced. También san Pedro
Nolasco veneraba a María, dejándose iluminar por su palabra redentora y
asumiendo su mismo compromiso de liberación. Aquel comienzo plantea ante
nosotros un gran reto. No basta con rezar a María de un modo emotivamente
cordial, hay que traducir su inspiración y su presencia, logrando que ella
emerja como signo universal de libertad y de esperanza sobre el mundo. El día
en que asumamos y mostremos el misterio de María redentora de cautivos desde el
centro de esta tierra cautivada serán muchos los que encuentren en ella un fundamento
de vida y esperanza. María de la Merced pertenece al tesoro y corazón de una
iglesia cristiana que quiere ser liberadora. Ella patentiza, manifiesta, hace
presente, la misericordia maternal de Dios para aquellos que sufren cautiverio
y se encuentran de esa forma en riesgo de perder su dignidad humana y su misma
libertad y conciencia religiosa.
De una forma
que pudiéramos llamar providencial, Juan Pablo II ha vuelto a situar la
figura de María en esta misma perspectiva. Por eso asume las palabras ya citadas
del documento de la C. de la Doctrina de la fe, presentando a María como
"la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la
humanidad". Por eso añade en su encíclica:
María proclama
la venida del misterio de la salvación, la venida del mesías de los pobres (cf.
Is 11,4; 61,1). La iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de
su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí
la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre el Dios que salva
(sobre Dios que es fuente de todo don) de la manifestación de su amor
preferencial por los pobres y los humildes que, cantado en el Magnificat, se
encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús" (Redemptoris
Mater) .
En la aurora
del año 2000, confortado por el jubileo mariano de 1987-1988, Juan Pablo II se
siente llamado a proclamar su palabra de redención y de esperanza hacia los
pueblos oprimidos. De esa forma ha presentado a María como madre de la
libertad, especialmente en relación con los países donde una dictadura de
carácter materialista-dialéctico, llamada comunista, impide el desarrollo total
de la persona. Pero, al mismo tiempo, el papa ha presentado a María como madre
de la liberación para aquellos pueblos y naciones que viven oprimidos bajo el
yugo de un materialismo-burgués, que pudiéramos llamar capitalista.
Uniendo los
dos rasgos, en el lugar donde confluyen ambas perspectivas, el papa podría
haber dado a la Virgen el titulo de Madre de la Merced o redentora de cautivos.
Ella es madre de todos los que se hallan oprimidos, no pudiendo desplegar su
libertad y plenitud cristiana. Ella es madre de los redentores, es decir, de
aquellos que libremente han asumido el compromiso de san Pedro Nolasco y
"están alegremente dispuestos a entregar la vida para redimir o liberar a
los hermanos cautivados".
Autor: X. Pikaza, Diccionario de mariologia, Paulinas,
Madrid 1999, 1324-1333.
+ SOBRE NTRA. SRA. DE LA MERCED