Comentario de Mons. Francisco González
Dejamos de lado por unos meses el Tiempo Ordinario para prepararnos y celebrar de una forma solemne el Misterio Pascual. En los comienzos sólo se celebraba el Domingo, el Día del Señor, de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Según pasaron los años ese triunfo se quiso celebrar con más solemnidad y recordar como aniversario la muerte y resurrección de Jesús. A esa celebración anual se le fueron añadiendo días, semanas de preparación, dando como resultado final la Cuaresma que comenzamos el Miércoles de Ceniza.
Este desarrollo como preparación a la Pascua, ha ido enfatizando ciertos temas, principalmente el bautismal y penitencial, completándose con el pascual.
Comenzamos este nuevo tiempo, la Cuaresma, leyendo del libro del Génesis donde se nos presenta a Dios creando un jardín, del Edén, lo llaman, donde había todo lo necesario para que el hombre que modeló pudiera vivir teniendo todo lo necesario para vivir y llevar una vida feliz.
No había pasado mucho tiempo cuando la serpiente, en su destructora sabiduría, engañó a nuestros primeros padres y desobedeciendo el mandato del Creador, cayeron en el engaño que trastornó la creación y dio comienzo a ese binomio bien y mal, gracia y pecado, vida y muerte. Como leíamos el domingo pasado cuando Moisés invitaba a la gente a elegir entre la bendición y la maldición, la vida o la muerte.
En la segunda lectura también encontramos el uno y el otro, una cosa y otra. Un hombre por su desobediencia trae la muerte al mundo. Como contraposición el apóstol nos menciona a otro, Jesús que por su obediencia trae la vida al mundo: Adán y Jesús, pecado y gracia, muerte y nueva vida.
El evangelio nos pone más vivamente lo que va a suceder con nosotros. No hay duda, el diablo/serpiente no puede tolerar que la criatura, mujer y hombre, vayan hacia Dios, tiene que impedirlo a toda costa, se faja con quien sea para conseguir su objetivo y no respeta a nadie.
Jesús, guiado por el Espíritu se aleja de todos y todos para pasar un tiempo con el Padre y Satanás tiene que tentarlo, tal vez con más fiereza por un lado y mucha astucia por el otro, para que este Hijo de Dios no ponga en práctica lo que el Padre le ha preparado y así, después de cuarenta días y noches en el desierto, padeciendo todas las inconveniencias de lugar semejante arremete contra él de la forma más suave, elegante, como si su mayor preocupación fuera la salud del futuro predicador: ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te conozcan? ¿Deseas salvar al mundo? Todo eso te será fácil, pues con tu poder, con tu sabiduría, con tu fuerza lo puedes conseguir todo por un pequeño precio, simplemente acéptame a mí, sigue mis consejos, obedéceme.
Jesús, que conoce muy bien a ese lobo vestido de oveja, lo rechaza completamente al espetarle: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto”.
Mucho podemos aprender de esta Liturgia de la Palabra que hoy hemos leído.
Primeramente el saber que vamos a ser tentados, que esas tentaciones se nos van a presentar en muchas ocasiones como algo bueno y decente, que no podemos sentirnos como superhombre/mujer y confiar en nuestras propias fuerzas, ya que el mismo Jesús recurre al Padre y es un ejemplo para nosotros.
Tampoco podemos asustarnos o acobardarnos ante la tentación, somos criaturas de Dios no del diablo. Jesús acude al Padre a través de las citas que presenta la voluntad de Dios, y eso es lo el cristiano que quiere vencer debe hacer, aceptar su Palabra, hacerla parte de la propia vida, dejarse guiar y fortalecer por la misma, y discernir cuál es su santa voluntad y entregarse completamente a él. San Ignacio de Loyola así oraba: Tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.
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