Estracto del Capitulo Segundo, punto 25:
La alegría de la evangelización
Nueva evangelización quiere decir compartir con el mundo sus ansias de salvación y dar razón de nuestra fe, comunicando el Logos de la esperanza ( cf. 1 P 3, 15).
Los hombres tienen necesidad de esperanza para poder vivir el propio presente. El contenido de esta esperanza es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo». Por esto la Iglesia es misionera en su íntima esencia. No podemos tener solo para nosotros las palabras de vida eterna, que se nos dan en el encuentro con Jesucristo. Esas palabras son para todos, para cada hombre. Cada persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, tiene necesidad de este anuncio.
Precisamente la falta de esta consciencia genera desierto y desaliento. Uno los obstáculos para la nueva evangelización es la ausencia de alegría y de esperanza que tales situaciones crean y difunden entre los hombres de nuestro tiempo. Con frecuencia esta falta de alegría y de esperanza son tan fuertes que influyen en nuestras mismas comunidades cristianas. La nueva evangelización se presenta en estos contextos no como un deber, o como un ulterior peso que hay que soportar, sino más bien como una medicina capaz de dar nuevamente alegría y vida a realidades prisioneras de sus propios miedos.
Por lo tanto, afrontemos la nueva evangelización con entusiasmo. Aprendamos la dulce y reconfortante alegría de evangelizar, aunque parezca que el anuncio sea una siembra entre lágrimas (cf. Sal 126, 6).
«Hagámoslo – como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia – con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza – pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo».
La alegría de la evangelización
Nueva evangelización quiere decir compartir con el mundo sus ansias de salvación y dar razón de nuestra fe, comunicando el Logos de la esperanza ( cf. 1 P 3, 15).
Los hombres tienen necesidad de esperanza para poder vivir el propio presente. El contenido de esta esperanza es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo». Por esto la Iglesia es misionera en su íntima esencia. No podemos tener solo para nosotros las palabras de vida eterna, que se nos dan en el encuentro con Jesucristo. Esas palabras son para todos, para cada hombre. Cada persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, tiene necesidad de este anuncio.
Precisamente la falta de esta consciencia genera desierto y desaliento. Uno los obstáculos para la nueva evangelización es la ausencia de alegría y de esperanza que tales situaciones crean y difunden entre los hombres de nuestro tiempo. Con frecuencia esta falta de alegría y de esperanza son tan fuertes que influyen en nuestras mismas comunidades cristianas. La nueva evangelización se presenta en estos contextos no como un deber, o como un ulterior peso que hay que soportar, sino más bien como una medicina capaz de dar nuevamente alegría y vida a realidades prisioneras de sus propios miedos.
Por lo tanto, afrontemos la nueva evangelización con entusiasmo. Aprendamos la dulce y reconfortante alegría de evangelizar, aunque parezca que el anuncio sea una siembra entre lágrimas (cf. Sal 126, 6).
«Hagámoslo – como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia – con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza – pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo».
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