viernes, 10 de diciembre de 2010

Tercer Domingo de Adviento, por Mons. Francisco Gonzalez



Las jerarquías entre personas se han usado y abusado. Cuanto más arriba se encuentra la persona, parece que le confiere más categoría al evento, algo que pasa en todos los ambientes de la sociedad, tanto en lo político, como en lo militar y no menos en lo eclesiástico. Estamos muy apegados al rango, a los uniformes, a los títulos.

Algo de esto sufre el profeta, pues en este hermoso canto a la esperanza, a la transformación del desierto en Paraíso, la desaparición de las enfermedades todo porque viene “vuestro Dios en persona”, este Dios os resarcirá, al mismo tiempo que os sanará. Este Dios no manda a profetas o maestros, ni a jueces o sacerdotes, viene en persona porque la misión es importante y sólo él le puede dar cumplimiento, conseguir la salvación. El Señor escondido se va a mostrar públicamente.

La segunda lectura, tomada de Santiago Apóstol, leemos de cómo el apóstol Santiago trata de dar ánimos a sus oyentes. La venida del Señor ha sido proclamada y muchos lo están esperando, aunque se les nota un cierto desánimo ya que no la ven. El apóstol continúa hablándoles de la esperanza, del significado de la segunda venida, de mantenerse firme en dicha espera, aconsejándoles evitar las quejas de unos hacia otros, pues de lo contrario podrían ser juzgados, algo que resultaría mucho peor.

A continuación les habla de los profetas que sus bocas estaban llenas de la Palabra de Dios pues hablaban en su nombre, llamaban al cambio como hace todo profeta, y a continuación les adelantaba el anuncio de muchos bienes y bendiciones, les da la esperanza de un mundo mejor, donde reine el amor, la justicia y la paz.

La lectura evangélica nos presenta una escena de gran colorido por un lado, pero también de un momento decisivo para los que intervienen. Juan estando en la cárcel oye muchas cosas, entre ellas acerca de Jesús. Juan se siente un poco desorientado porque ha escuchado de Jesús y no parece quedar impresionado con su predicación, el mesianismo al que Jesús se subscribe no es, no se parece al que Juan ha vislumbrado y por eso manda a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Una vez más Jesús no responde directamente, sino que invita a los dos discípulos que regresen a Juan y como respuesta a su pregunta le digan, les cuenten lo que han visto y oído: los ciegos, los sordos, los inválidos y los leprosos quedan curados, incluso los muertos resucitan, y lo que está por encima de todo y que es la causa de la esperanza para la humanidad, pues hasta los muertos resucitan.

Cuando los dos mensajeros de Juan se regresan con la respuesta que han recibido de parte de Jesús, el Maestro se dirige a sus oyentes para hablarles de ese Juan que parece estar un tanto decepcionado, pero que sin embargo es, en las palabras del Señor, alguien más, mayor que un profeta. Es nada más y nada menos que el mensajero de Dios para anunciar la llegada del enviado y la necesidad de prepararle el camino.

¿Cómo nos preparamos? Las tiendas permanecen abiertas mucho más tiempo, hemos comprado tarjetas y regalos, incluso unos boletos para viajar unos días a visitar a la familia o para ir a algún lugar donde el sol resplandece en todo su fulgor. Tal vez haya bastantes en nuestra área que no podrán hacer nada de eso y se contentarán con ver escaparates caminando por el centro comercial arriba y abajo. Algunos seguirán pateando las calles, el Internet y otros medios de comunicación buscando trabajo. Otros estarán orando para que todo este ajetreo pase pronto y se pueda volver a la normalidad y continuar viviendo las diferencias entre ricos y pobres, aunque no tan marcadas como durante la Navidad.

Es Dios que está viniendo en persona; tengamos paciencia si todavía no ha llegado; sigamos ayudando, aliviando a los necesitados pues ésa es una forma de acelerar su venida, pues la verdad es que lo necesitamos y que su presencia nos recuerde nuestra fraternidad y dejar de una vez para siempre las divisiones, el pisar y oprimir al/a hermano/a y así se establezca el reino del Dios magnífico.

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