San Blas fue obispo de Sebaste en Armenia y sufrió la persecución de Licinio, el socio de Constantino. Eso de morir mártir no le hacía mucha gracia así es que huyó de la quema y se escondió en una gruta, donde, según la leyenda, las fieras lo visitaban y le llevaban alimento. Él, por su parte, curaba a los animales que llegaban heridos o enfermos.
¡Claro! que ya se sabe que detrás de los animales salvajes, vienen los cazadores, que se toparon a nuestro santo y se fueron de la lengua por lo que fue detenido, encarcelado y condenado a muerte si no renunciaba a su fe cristiana. El martirio no le hacía tilín pero no estaba dispuesto a dejar a Cristo en la estacada.
De camino hacia el martirio, dice la tradición, que una mujer se abrió paso entre la gente para presentarle a su hijo que se moría atragantado por una espina de pescado que se le había atravesado en la garganta. El santo le impuso las manos sobre la cabeza mientras hacía una oración y la espina desapareció. Por eso se invoca a San Blas como abogado contra los males de garganta. La misma mujer le llevaba comida y velas a la prisión que era muy oscura. Esas velas son el origen de las luminarias de San Blas.
En la Magdalena de Jaén, en Madrid y en otros muchos lugares es tradicional conseguir en este día las famosas rosquillas de San Blas para que proteja del mal de garganta a quienes se las zampan.
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