En todos los ciclos litúrgicos, los domingos del Tiempo de Cuaresma se abren con en el relato de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu lo condujo al desierto, según el texto evangélico, “para ser tentado”.
La imagen de Jesús en el desierto durante cuarenta días es significativa no solo por la duración concreta de la cuarentena, sino porque indica la extensión de la prueba durante todo el curso de la historia.
San Pedro nos advierte: “Sed sobrios, velad. Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe” (1Pe 5,8).
El Maestro nos enseña a pedir: “No nos dejes caer en la tentación”, que es distinto a no tenerla o sufrirla.
La prueba es buena para consolidar la determinación de seguir a Jesús y para averiguar la pertenencia creyente. Dicen que una amistad se acrisola por las crisis que se superan. La tentación es un tiempo del Espíritu, un tiempo precioso que debes interpretar como prueba de crecimiento. Un tiempo único que te da ocasión de ofrenda. Es la hora de abrirte a la gracia y de acoger cada día su acompañamiento. No te ofendas si te digo que llegarás a agradecer la crisis.
La tentación no queda fuera del amor providente; es privilegio de los que son llevados al desierto por el Espíritu. Es tiempo de comunión y de apertura, de relativizar la circunstancia que corres el peligro de convertir en ídolo; es tiempo de llamada y de escucha sensible. Su paso deja conocimiento y sabiduría.
Ya desde los primeros textos bíblicos se nos enseña el riesgo de dar paso a la insinuación tentadora. Eva entró en conversación con el Tentador, se puso a considerar sus argumentos que la incitaron a mirar y a observar el fruto prohibido, ante el que comenzó a sentir gusto, que le abrió el deseo, le movió la voluntad y comió.
Jesús nos demuestra que no es irremediable la caída, y san Pablo nos asegura que no seremos probados más allá de nuestras fuerzas. “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla” (1Co 10,12).
Un don del Espíritu Santo es el Temor de Dios, que significa pedirle al Abogado Defensor que nos libre de ser pretenciosos y temerarios, que nos defienda de nosotros mismos, y que nos haga avanzar por el camino de los mandatos del Señor sabiéndonos frágiles, débiles, necesitados de su fuerza para combatir las insinuaciones del Malo.
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