Una de las reflexiones sobre el misterio de la tentaciones de Cristo, que tuvo principalmente en cuenta en su explicación teológica Santo Tomás de Aquino, fue la de del papa San Gregorio Magno (c. 540-604).
— San Gregorio Magno, el monje sencillo, Papa y Doctor de la Iglesia
Sobre San Gregorio Magno, Doctor de la Iglesia, uno de los cuatro primeros, junto con San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, dijo Benedicto XVI que: «Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza»[1].
El llamado «Papa de la razón» indica también que: «En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— “servus servorum Dei”. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos". Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza»[2].
— Comentario del primer domingo de Cuaresma
En sus Homilías sobre los Evangelios, que reúne sus predicaciones en las basílicas e iglesias de Roma al pueblo romano, dedicó una de ellas, a comentar el evangelio del primer domingo de Cuaresma (Mt 4,1-11), en la basílica de San Juan de Letrán. Empezó con esta confesión: «La mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos»[3].
Uno de estos, el primero, que se destaca desde este relato, es que: «El diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le crucificaran?».
No es extraño, por consiguiente, y tampoco: «no es, pues indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras».
Señalada la conveniencia de la tentación, advierte, no obstante, que: «La tentación se produce de tres maneras:
• por sugestión,
• por delectación,
• por consentimiento.
Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozo siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica, fue exterior, no de dentro»[4].
El duelo con Satanás
Comenta seguidamente, San Gregorio, que: «Mirando atentos al orden en que procede en Él la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la tentación». A nosotros nos tienta no sólo lo externo, sino también una tentación interna, que procede del pecado original y que está en nuestro interior, en donde encuentra su complicidad. En Cristo, la tentación no podía partir de su interior, ni podía darse en Él ninguna connivencia interior con la tentación.
– Las tentaciones de Adán y las tentaciones de Jesús
Nota también el papa Gregorio I que el paralelismo entre las tentaciones y su orden, que sufrieron Adán y Eva, con las que sufrió Jesús, y también su correspondencia con nuestras debilidades actuales. El «altivo» y «antiguo enemigo» se dirigió a los primeros con las mismas tentaciones. «Pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció, porque se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula, cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: “Seréis como dioses”. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: “Sabedores del bien y del mal”; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciere a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Phil. 2, 6): “No tuvo por usurpación el ser igual a Dios”. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas»[5].
Cristo tomó sobre sí, al igual que la muerte, el sufrir nuestras tentaciones para vencerlas y hacer posible que nosotros las venciéramos con su gracia que nos consiguió. Por ello: «Por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: “Di que esas piedras se conviertan en pan”; le tentó por la vanagloria cuando dijo: “ Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo”; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares”. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros aprisionado»[6].
– Paciencia, humildad, adoración
A Cristo, Satán se le había aparecido con forma humana. Entre ambos se había entablado un diálogo como un hombre a otro hombre, aunque la iniciativa, por marchando al desierto, la había tomado el vencedor. Le venció con la verdad y la justicia. «El Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y Él, que con esa misma Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombre malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina».
Además de la paciencia, se nos propone la humildad. «Cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos (…) El Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole»[7].
En tercer lugar, se nos invita a la adoración de Cristo, porque: «Habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en Él nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en Él al hombre no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían»[8].
– Ayuno y penitencia
Por último, quedan explicados como deben vivirse los días de ayuno y penitencia de la cuaresma. «Hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresma cada año»[9].
En conclusión, exhorta San Gregorio que: «Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y esta viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia»[10].
Notas:
[1] BENEDICTO XVI, San Gregorio Magno, Audiencia General, 28 de mayo de 2008.
[2] IDEM, La doctrina de San Gregorio Magno, Audiencia General, 4 de junio de 2008.
[3]SAN GREGORIO MAGNO, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en IDEM, Obras, Madrid, BAC, 2009, 2ª reimpr., pp. 533-780, Homilía XV, 1, p. 596-597.
[4] Ibíd., Hom. XVI, 1, p. 597.
[5] Ibíd., Hom. XVI, 2, p. 597.
[6] Ibíd., Hom. XVI, 3, pp. 597-598.
[7] Ibíd., Hom. XVI, 3, p. 598.
[8] Ibíd., Hom. XVI, 4, p. 598.
[9]Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 598.
[10] Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 599.