sábado, 24 de octubre de 2015

DOMINGO DE LA 30 SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, Año B, por Julio César Rioja, cmf

Jeremías 31,7-9 
Salmo 125: El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres
Hebreos 5,1-6 
Marcos 10,46-52

Jeremías 31,7-9 

Así dice el Señor: «Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que yo os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra. Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito.»

Salmo 125: El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.
R. El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres

Hasta los gentiles decían:
«El Señor ha estado grande con ellos.»
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.
R. El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres

Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares.
R. El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres

Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.
R. El Señor ha estado grande 
con nosotros, y estamos alegres

Hebreos 5,1-6

Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. A causa de ellas, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o, como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, se gún el rito de Melquisedec.»

Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
— Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
— Hijo de David, ten compasión de mí.
Jesús se detuvo y dijo:
— Llamadlo.
Llamaron al ciego, diciéndole:
— Ánimo, levántate, que te llama.
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
— ¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
— Maestro, que pueda ver.
Jesús le dijo:
— Anda, tu fe te ha curado.
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

— Comentario por Julio César Rioja, cmf

Bartimeo, el hijo de Timeo, tiene nombre para Marcos, aunque es un mendigo ciego que pide al borde del camino. Tiene tu nombre y el mío, que estamos como él, sentados en el camino de la vida, sin saber por dónde seguir, sin ver claro. Todos pasamos por momentos de ceguera, sobre todo del espíritu, se pisotea al hermano, se suprimen sus derechos, se prostituye a la mujer, se ultraja al obrero, se idiotiza a  nuestros hijos… y seguimos sin ver. Escuchamos todos los domingos pasajes del Evangelio que nos hablan de su luz y nos deberían ayudar para saber qué rumbo seguir, o que corregir y no alcanzamos a entender.

El ciego no tiene horizontes, le da lo mismo mirar hacia arriba o hacia abajo, el blanco que el negro, la luz o las tinieblas, no tiene perspectivas, ni cosas claras, inseguro, dependiente, debe ser llevado de la mano, conducido por un perro guía o un bastón. Nosotros en demasiadas ocasiones pertenecemos a este mundo de ciegos, aunque veamos nuevos amaneceres y distingamos los colores. Los que vemos y sin embargo no percibimos estas situaciones vitales de ceguera, ¿no somos más ciegos que el mendigo que sabe de su ceguera y quisiera ver con toda su alma? (Os recomiendo leer el “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago).

A ti y a mí, Jesús nos pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti? Maestro que pueda ver. Anda, tu fe te ha curado”. El ciego ha hecho un último intento, Jesús puede ser su esperanza. Grita insistentemente; un grito que es una confesión de fe: “Hijo de David, ten compasión de mí”. No ve muchas cosas que la gente a su alrededor puede ver, pero ve algo que los demás no han visto. El ciego ve más que los acompañantes de Jesús, que estaban ciegos para ver a Jesús como el Hijo de Dios. Bartimeo reconoce en Jesús al Mesías que todos estaban esperando.

El ciego no abandona (quien no se rinde es escuchado), y Jesús escucha su petición. Los mismos que le regañaban para que se callara, son ahora los que le llaman y animan: “Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Todo es simbólico, hay que soltar el manto, dejar cosas atrás sobre todo materiales, dar un salto para pasar del borde del camino, de los márgenes, a la inclusión, es también el salto de la fe. Por eso Jesús le dice: “Anda, tu fe te ha curado”. Una fe que ilumina la propia vida dándola un sentido, que nos hace ver al prójimo como a un hermano y ver la historia como el camino en el que Dios realiza la salvación.

En este encuentro logra no sólo luz para sus ojos, sino también luz para su vida. Siendo consecuente: “Lo seguía por el camino”. Hoy que vivimos tiempos recios ( en palabras de Santa Teresa en su época), hace falta que abramos bien los ojos, para que no nos sentemos allí, a la vera de los caminos, sintiendo cómo pasa la gente, cómo transcurre la historia que camina hacia adelante, mientras nosotros nos quedamos atrás. Es preciso ponerse en marcha, seguirle por el camino. Un  ciego nos muestra cómo debemos pedir, cómo debemos ser discípulos de Jesús. Nosotros también somos mendigos ciegos y debemos pedir constantemente: ¡Señor, que vea!

Podemos terminar recordando un Himno de la Liturgia de las Horas:

“Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto…!).
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo”.

Fuente: ciudadredonda.org

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