Juan 16,29-33
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: "Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios." Les contestó Jesús: "¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo."
— Comentario por Reflexiones Católicas
"De traidores a testigos"
De traidores a testigos. En esta semana anterior a Pentecostés se nos invita a hacer un retiro en el Cenáculo, con María y los apóstoles, para abrirnos a la acción del Espíritu. Como entonces el Espíritu actuará y hará milagros en y por nosotros si somos dóciles a sus impulsos.
Para conocer el sentido del pasaje evangélico es iluminador conocer el contexto en el que Juan lo escribe. Las comunidades a las que dirige su evangelio viven en un clima agresivo de herejía que niega la identidad de Jesús; unos niegan su divinidad, otros su humanidad.
Los fieles se sienten empujados por la corriente y sienten miedo a confesar ante los disidentes lo que confiesan en la comunidad. Con este motivo, Juan evoca la situación paralela que vivieron los primeros discípulos, quienes, al final de la conversación del Maestro en la última cena, ya creen ver claro: “Ahora sí vemos que lo sabes todo. Por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esta confesión es sólo delante del Maestro; él les reprocha: “¿Qué ahora creéis...? Os dispersaréis cada uno por su lado y a mí me dejaréis solo”.
Pedro, en nombre de sus compañeros, le había confesado en Cesarea: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Pero, a continuación, cuando les anuncia la pasión, pretende darle lecciones y forcejea para apartarle de su propósito, por miedo a perder el puesto que espera en el supuesto reino político. A los apóstoles les faltaba fe en el Espíritu.
¡Cómo cambió su actitud cuando creyeron de verdad en Él y se abrieron a su acción! Las ovejas asustadizas que huyeron al ver al pastor apresado, al ser denunciadas por una simple criada, se vuelven profetas intrépidos que increpan al mismo sanedrín, salen gozosos de haber “sufrido el ultraje de los azotes por causa de Jesús” (Hch 5,41) y dan testimonio de él con su propia sangre martirial. Por obra y gracia del Espíritu Santo pasaron de traidores a testigos.
También nosotros confesamos: “Creo en Jesucristo, Hijo, un solo Señor.” Pero es una confesión en el templo ante el Señor, ante otros creyentes, una confesión sin riesgo como la de Pedro en Cesarea o en el cenáculo. Sólo es señal de fe viva confesar al Señor en las opciones de la vida, ante quienes siguen caminos opuestos al Evangelio, cuando la confesión puede traer consecuencias económicas, incomodidades y desventajas.
Como Pedro, muchos practicantes han pasado a ser “cristianos vergonzosos” que, como Nicodemo, se entrevistan con Jesús y se confiesan sus amigos a escondidas, en el templo, pero no en la calle, desafiando a la moda (la fe pública no se lleva). Jesús señala que para que la confesión sea verdadero signo de fe y expresión de amor no basta con que sea ante él y ante “los nuestros”; es preciso que sea “ante los hombres” (Mt 10,32-33).
En nuestros días, confesar la fe en Dios es, sobre todo, confesar la fe en el hombre que sufre la injusticia y la marginación. Hoy, a la mayoría de los amos de este mundo les importa un bledo la fe religiosa que cada uno profese, con tal de que no ponga en peligro sus privilegios y finanzas. Lo que no consienten es que la defensa de los derechos de la persona suponga menoscabo de su poder, ganancias o manejos.
En tales casos, lo más cómodo es callar; lo más ventajoso, dar la razón al jefe para evitarse represalias. Pero no es lo cristiano. La tentación es aliarse con los fuertes. Por eso, muchos son fuertes con el débil y débiles con el fuerte. Exactamente lo contrario de Jesús y sus testigos (Mt 5,11).
El Sínodo de los Laicos afirma: “El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos”.
Necesitamos una fe profunda en la acción del Espíritu, liberar sus energías dormidas en nuestro interior. Él está ahí, en el hondón de nuestro ser, en nuestra comunidad, en la “iglesia doméstica” (1 Co 6,19). A la gran mayoría de los cristianos nos sucede como a los apóstoles: nos asusta un viento un poco fuerte, una pequeña tempestad, las pequeñas dificultades y oposiciones, lo nuevo, porque “somos hombres (y mujeres) de poca fe” en la acción del Espíritu (Mc 4,40).
Estamos muy aquejados de fariseísmo, según el cual cada uno sólo confía en sus propias fuerzas. Cuando los apóstoles creyeron de verdad que estaban revestidos “de la fuerza de lo alto” (Hch 1,8), se lanzaron a la calle a dar testimonio del Señor resucitado (Hch 4,33). No es que haya cristianos que les ocurra como a los discípulos del Bautista que no habían oído hablar del Espíritu Santo (Hch 19,3), pero sí son muchos los que viven como si no existiera. Por eso reducen el cristianismo a un código moral con el que hay que “cargar” o a una buena conducta que hay que observar.
Creer en el Espíritu Santo no es sólo aceptar las maravillas realizadas hace veinte siglos, sino creer las que quiere repetir hoy y aquí, entre nosotros. No seremos nosotros los que demos testimonio, sino el Espíritu (Mt 10,20).
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: "Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios." Les contestó Jesús: "¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo."
— Comentario por Reflexiones Católicas
"De traidores a testigos"
De traidores a testigos. En esta semana anterior a Pentecostés se nos invita a hacer un retiro en el Cenáculo, con María y los apóstoles, para abrirnos a la acción del Espíritu. Como entonces el Espíritu actuará y hará milagros en y por nosotros si somos dóciles a sus impulsos.
Para conocer el sentido del pasaje evangélico es iluminador conocer el contexto en el que Juan lo escribe. Las comunidades a las que dirige su evangelio viven en un clima agresivo de herejía que niega la identidad de Jesús; unos niegan su divinidad, otros su humanidad.
Los fieles se sienten empujados por la corriente y sienten miedo a confesar ante los disidentes lo que confiesan en la comunidad. Con este motivo, Juan evoca la situación paralela que vivieron los primeros discípulos, quienes, al final de la conversación del Maestro en la última cena, ya creen ver claro: “Ahora sí vemos que lo sabes todo. Por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esta confesión es sólo delante del Maestro; él les reprocha: “¿Qué ahora creéis...? Os dispersaréis cada uno por su lado y a mí me dejaréis solo”.
Pedro, en nombre de sus compañeros, le había confesado en Cesarea: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Pero, a continuación, cuando les anuncia la pasión, pretende darle lecciones y forcejea para apartarle de su propósito, por miedo a perder el puesto que espera en el supuesto reino político. A los apóstoles les faltaba fe en el Espíritu.
¡Cómo cambió su actitud cuando creyeron de verdad en Él y se abrieron a su acción! Las ovejas asustadizas que huyeron al ver al pastor apresado, al ser denunciadas por una simple criada, se vuelven profetas intrépidos que increpan al mismo sanedrín, salen gozosos de haber “sufrido el ultraje de los azotes por causa de Jesús” (Hch 5,41) y dan testimonio de él con su propia sangre martirial. Por obra y gracia del Espíritu Santo pasaron de traidores a testigos.
También nosotros confesamos: “Creo en Jesucristo, Hijo, un solo Señor.” Pero es una confesión en el templo ante el Señor, ante otros creyentes, una confesión sin riesgo como la de Pedro en Cesarea o en el cenáculo. Sólo es señal de fe viva confesar al Señor en las opciones de la vida, ante quienes siguen caminos opuestos al Evangelio, cuando la confesión puede traer consecuencias económicas, incomodidades y desventajas.
Como Pedro, muchos practicantes han pasado a ser “cristianos vergonzosos” que, como Nicodemo, se entrevistan con Jesús y se confiesan sus amigos a escondidas, en el templo, pero no en la calle, desafiando a la moda (la fe pública no se lleva). Jesús señala que para que la confesión sea verdadero signo de fe y expresión de amor no basta con que sea ante él y ante “los nuestros”; es preciso que sea “ante los hombres” (Mt 10,32-33).
En nuestros días, confesar la fe en Dios es, sobre todo, confesar la fe en el hombre que sufre la injusticia y la marginación. Hoy, a la mayoría de los amos de este mundo les importa un bledo la fe religiosa que cada uno profese, con tal de que no ponga en peligro sus privilegios y finanzas. Lo que no consienten es que la defensa de los derechos de la persona suponga menoscabo de su poder, ganancias o manejos.
En tales casos, lo más cómodo es callar; lo más ventajoso, dar la razón al jefe para evitarse represalias. Pero no es lo cristiano. La tentación es aliarse con los fuertes. Por eso, muchos son fuertes con el débil y débiles con el fuerte. Exactamente lo contrario de Jesús y sus testigos (Mt 5,11).
El Sínodo de los Laicos afirma: “El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos”.
Necesitamos una fe profunda en la acción del Espíritu, liberar sus energías dormidas en nuestro interior. Él está ahí, en el hondón de nuestro ser, en nuestra comunidad, en la “iglesia doméstica” (1 Co 6,19). A la gran mayoría de los cristianos nos sucede como a los apóstoles: nos asusta un viento un poco fuerte, una pequeña tempestad, las pequeñas dificultades y oposiciones, lo nuevo, porque “somos hombres (y mujeres) de poca fe” en la acción del Espíritu (Mc 4,40).
Estamos muy aquejados de fariseísmo, según el cual cada uno sólo confía en sus propias fuerzas. Cuando los apóstoles creyeron de verdad que estaban revestidos “de la fuerza de lo alto” (Hch 1,8), se lanzaron a la calle a dar testimonio del Señor resucitado (Hch 4,33). No es que haya cristianos que les ocurra como a los discípulos del Bautista que no habían oído hablar del Espíritu Santo (Hch 19,3), pero sí son muchos los que viven como si no existiera. Por eso reducen el cristianismo a un código moral con el que hay que “cargar” o a una buena conducta que hay que observar.
Creer en el Espíritu Santo no es sólo aceptar las maravillas realizadas hace veinte siglos, sino creer las que quiere repetir hoy y aquí, entre nosotros. No seremos nosotros los que demos testimonio, sino el Espíritu (Mt 10,20).
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