— Comentario de Mons. Francisco González, S.F.
Estamos en el sexto domingo de Pascua. Hoy nos encontramos en la primera lectura la narración de cómo el evangelio salió de los confines de Jerusalén y empieza a cumplirse el deseo de Jesucristo de que su mensaje se proclame hasta "los confines de la tierra". Felipe, no el apóstol sino "el diácono", fue a Samaria y como resultado de su predicación ocurrieron cosas maravillosas: tanto endemoniados como paralíticos reciben sanación y todo esto produce gran alegría. Todo ello no es ni más ni menos lo que significa la salvación que había sido profetizada y prometida: curación, expulsión de espíritus malos y alegría.
La comunidad cristiana primitiva, como vemos en esta lectura, tiene un profundo espíritu misionero que con su predicación produce una liberación llena de alegría.
¿En qué se parece mi comunidad, mi parroquia a esa comunidad primitiva? ¿Hasta qué punto sanamos? ¿Hasta qué punto estamos liberados? ¿Vivimos nuestra fe en alegría?
En la segunda lectura vemos a San Pedro aconsejando la conducta que deben seguir ante las pruebas a las que serán sometidos: adorar interiormente al Señor, dar razón si es necesario pero siempre con sencillez y respeto. Tal vez nos está hablando un poco en contra del fanatismo religioso, ese celo excesivo e irracional que no debe tener cabida entre cristianos. También creo que nos quiere recordar que el templo donde debemos dar adoración al Señor es en nuestro interior. En ocasiones estamos dispuestos a ir muy lejos buscando algo, que si lo pensáramos bien lo tenemos muy cerca: "Sigan adorando interiormente al Señor". Para algunos resulta menos complicado gastarse varios centenares de dólares, viajar miles de kilómetros, soportar comidas que no les gustan y aguantar viajes y personas que no les caen bien, y todo para "adorar" a Dios en algún santuario famoso, en vez de "adorarle en el propio interior". Es menos exigente mezclarse entre la gente que enfrentarse consigo mismo. Dicho lo cual, debo aclarar que no estoy en contra de las peregrinaciones o visitas a lugares santos, especialmente cuando se hacen con verdadero espíritu peregrino.
La liturgia de hoy nos ha presentado a una Iglesia misionera y a una comunidad llamada al "culto interior", a una comunidad que no va por ahí blandiendo orgullosamente su fe, pero que tampoco la oculta, simplemente la presenta con serenidad y convicción, aunque esto le traiga al individuo sufrimiento por "hacer el bien". No hay que preocuparse, pues lo mismo le pasó a Cristo, quien en el evangelio de hoy, según nos cuenta San Juan (14, 15-21) nos habla de la razón de ser de nuestra existencia: el amor.
Muchas veces nuestro comportamiento religioso se basa en el miedo, en el que dirán, en la costumbre, en la obligación. Nada de eso tiene valor. La verdadera razón para nuestro comportamiento para con Dios y nuestros hermanos es simplemente el amor. El cumplimiento de la ley por obligación es un simple cumplo-y-miento.
Estamos en pleno capítulo 14, el "Discurso de Despedida de Cristo". Él está sentado a la mesa con sus más íntimos amigos y trata de consolarles pues ya les ha dicho que se va. Jesús les promete un Defensor, les asegura que no quedarán huérfanos, que se les mostrará y estará con ellos.
¡De lo que es capaz el amor!
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