domingo, 17 de abril de 2016

Juan 10,27-30: Sin pretensión de dominio o sometimiento

Juan 10,27-30

En aquel tiempo, dijo Jesús: "Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno."

— Comentario por Reflexiones Católicas

En el Discurso del buen pastor prosigue y profundiza Jesús en la autorrevelación mesiánica: mientras, en la primera parte (vv. 1-10), se define como el pastor contrapuesto a los «ladrones y salteadores», en el fragmento de la liturgia de hoy se pone la atención en el adjetivo «buen> (lit., «bello»), que califica a Jesús como el pastor ideal, modelo de los pastores, es decir, de los guías espirituales y políticos del rebaño de Israel (cf. Sal 23 y 79). En este caso, la figura que se le contrapone es la del «asalariado» (v. 12).

El verdadero pastor y el asalariado

El diferente modo de proceder de cada uno permite distinguir entre el verdadero pastor y el asalariado. El primero no huye cuando llega el peligro, no abandona el rebaño, mientras que el segundo —que actúa por su interés personal— sólo tiene en cuenta salvar su propia vida y sus intereses. Sin embargo, hemos de subrayar también otro aspecto: el buen pastor que es Jesús llega incluso a ofrecer su vida no sólo a través del trabajo diario, sino a través de la muerte aceptada por sus ovejas, en su lugar, demostrando así ponerlas por delante de sí mismo de manera absoluta. Eso no lo hace ningún pastor de ganado. Esta semejanza ilumina sobre todo el amor de Dios, cuya realidad, no obstante, sigue siendo inexpresable.

"Las" ovejas

El amor del buen pastor que aparece en los vv. 14s está expresado sobre todo en términos de «conocimiento», o sea, de comunión profunda entre Jesús y sus ovejas. Este es el reverbero transparente de la relación que existe entre el Padre y Jesús, una relación de entrega absoluta y desinteresada que se difunde y rebosa sobre los otros: «Lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo le conozco a él; y yo doy mi vida por las ovejas». Jesús no habla aquí de «sus» ovejas, sino de «las» (todas) ovejas, aludiendo así a su misión respecto a toda la humanidad, que ha venido a reunir para volver a llevarla al Padre, como esposa toda bella, sin arruga ni mancha.

Jesús se presenta como el buen pastor, pero hoy son pocos los que desean asumir el papel de «oveja», y menos aún el de oveja dócil. Menos todavía pertenecer a un rebaño. Existe en nuestros días una alergia innata a formar parte de un rebaño conducido por otros. ¿Se deberá al sentido de la dignidad personal? ¿Será la conciencia de los derechos de la persona? ¿Será la cultura democrática la que nos impide aceptar de buen grado esta imagen —pastoral, es cierto, aunque también paternalista—? Una imagen contaminada además por recuerdos o por relatos de abusos por parte de pastores que han «esquilado» al rebaño, en vez de apacentarlo con benevolencia y discreción, por el recuerdo de no lejanos guías políticos que engañaron a las masas con discursos fascinantes y trágicos.

Sin pretensión de dominio o sometimiento

Jesús, sin embargo, se presenta como el pastor de los “pastos eternos” que conoce senderos que ningún otro conoce, que muestra de un modo bastante eficaz que es un pastor diferente, que no se limita a decir, sino que «llega a entregar su vida» para avalar su petición de convertirse en guía verdadero y bueno hacia las metas definitivas. No hay por su parte ninguna pretensión de dominio, ninguna petición de sometimiento, ninguna condición de renuncia a nuestra propia dignidad. Sólo pide que nos fiemos de él, que nos confiemos a él, para llegar a la meta. Está tan desprendido de todo poder, tan entregado a su acción de guía manso y seguro, que entrega su propia vida por las ovejas. Por mí, de un modo particular y eficaz desde ahora, en la medida en que deseo ser guiado por él hacia la vida eterna.

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