sábado, 2 de abril de 2016

Apocalipsis 1:9-11a.12-13,17-19: Retornar a Dios siempre

Apocalipsis 1:9-11a.12-13,17-19

Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios, y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: "Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia." Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho. Al verlo, caí a sus pies como muerto. Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: "No temas: Yo soy el primero y el Último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde."

— Comentario por Reflexiones Católicas

El Apocalipsis es, por excelencia, el libro de la «revelación» de Jesús, aunque requiere por parte del lector el paciente trabajo de entrar en su lenguaje cargado de símbolos.

Juan recibe esta revelación en favor de los hermanos mientras se encontraba confinado en la isla de Patmos a causa de la fe. La profunda experiencia espiritual (v. 10) vivida por él tiene lugar precisamente el domingo, día memorial de la resurrección del Señor. Oye a su espalda una voz potente, «como de trompeta», que le ordena escribir lo que vea.

Los elementos con los que se describe esta primera experiencia recuerdan la revelación del Sinaí, comprendida, no obstante, en su plenitud gracias al misterio pascual. Al escuchar la voz, Juan tiene que “volverse” (el verbo usado es “epistréphein”, el mismo término que indica la "conversión" como retorno a Dios) y precisamente porque se convierte puede ver. Se presenta entonces ante sus ojos un misterioso personaje, «una especie de figura humana» (v. 13) en medio de siete candelabros de siete brazos.

El único candelabro de siete brazos del templo de Jerusalén se ha transformado en muchos candelabros a fin de indicar que ha tenido lugar un paso desde el único ámbito del culto —o sea, el templo— a la totalidad de la comunidad eclesial.

En medio de ellos está Cristo resucitado, descrito con elementos tomados del Antiguo Testamento. Éstos expresan la función mesiánica, que ha llegado a su culminación. La larga túnica y la banda de oro (v. 13) son un rasgo distintivo sacerdotal (cf. Dn 10,5); el pelo blanco (v. 14a) alude al «anciano de los días» de Dn 7,9. El Hijo del hombre es Dios mismo.

Frente a él reacciona Juan con el desconcierto propio de quien entra en contacto con Dios, pero el personaje glorioso le tranquiliza y se presenta con cinco expresiones que le califican como el Resucitado. Es «el primero y el último», es decir, el creador y señor del cosmos y de la historia (cf. Is 44,8; 48,12); «el que vive», a saber: el que tiene la vida en sí mismo, según una terminología muy estimada por el Antiguo Testamento. 

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